Supongan que van conduciendo por su ciudad y de pronto ven un vehículo que se salta una señal de stop. Lo siguen y observan que sigue saltándose todas las señales que le parece, incluyendo semáforos en rojo. De continuar sin respetar las normas de circulación, será cuestión de tiempo que ese conductor ponga en peligro al resto de ciudadanos. Pueden imaginarse el susto que se llevarán a una pareja de ancianos cruzando un paso de cebra, pero igualmente podrían visualizar un choque frontal contra un monovolumen que transporte a una familia numerosa, incluido un recién nacido, con resultado de siniestro total. En cualquier caso, supongan que antes de suceder nada de esto, el infractor es detenido por la policía, y tras la amonestación reglamentaria, el individuo argumenta que está ejerciendo su libertad individual a conducir su coche. La pregunta subsiguiente es obvia: ¿les parece que tal argumento justifica su conducta al volante?
No hay más preguntas, señor juez.
Ahora vuelvan a hacer un ejercicio de imaginación. Sustituyan al conductor suicida por una persona que se niega a vacunarse contra el virus del covid, y háganse la misma pregunta.
Los seres humanos somos criaturas inherentemente sociales, y conformarnos en grupos supuso una formidable ventaja evolutiva a lo largo de milenios de existencia. Nos gusta afiliarnos a otras personas, nos gusta compartir con los demás. Dentro del grupo social dimos a luz a la maravillosa criatura del altruismo (beneficiar a alguien a costa de uno mismo) y, por extensión, de la reciprocidad (te doy algo esperando que tu me lo devuelvas posteriormente). De acuerdo con la hipótesis de la selección de grupo, el altruismo y comportamientos afines sobrevivieron en virtud de los beneficios que proporcionaban a sus miembros. Cuantos más individuos que se ayudan unos a otros constituyan un grupo humano, mejor funcionamiento interno entre sus miembros e incremento de su productividad, además de proveerles de una inestimable identidad, con su necesario sentimiento social de seguridad. En definitiva, el factor social no solo nos facilitó la existencia, sino que aportaba un claro valor de supervivencia a los sus integrantes.
Como en toda narración, antes o después, debe aparecer el antagonista. En nuestro caso, ese papel lo jugaba aquel individuo que no se ajustaba a la norma. Siempre han existido, y existirán, los sujetos que no aportan pero se benefician de sus iguales. Los aprovechados, los gorrones, ponían en peligro no solo la estabilidad social (la confianza en nuestros semejantes) sino la subsistencia de la misma comunidad.
Existió un tiempo en que la moral y la sociedad a que uno pertenecía tenía un valor preponderante. En muchas ocasiones, este era el bien supremo; nada era más importante que la tribu, el grupo, ni la propia vida, a la que naturalmente estamos vinculados. Los ciudadanos de aquellas sociedades aportaban su trabajo, se beneficiaban de las relaciones sociales, y llegado el caso, llegaban a sacrificarse luchando en la batalla. Durante la I Guerra Mundial, los hijos de aristócratas se ofrecían como voluntarios a luchar por su país, y en segundo conflicto bélico mundial, los jóvenes se alistaban a filas al llamado de su nación (recuerden el eslogan del tío Sam: "No te preguntes lo que tu país puede hacer por ti, sino lo que tu puedes hacer por tu país"). Proteger al grupo antes que a los individuos ha sido la estrategia evolutiva más exitosa, puesto que así también sobrevivían sus integrantes.
Pero desde hace unas décadas las sociedades más avanzadas empezaron a cambiar drásticamente. Con el advenimiento de la sociedad de consumo (o el siglo del individualismo, como rezaba el revelador documental de la BBC) el individuo empieza a destacarse sobre el grupo. El capitalismo comenzó a otorgar una prevalencia insólita al individuo, requisito imprescindible para que esta concepción socioeconómica prosperase. El consumo derivó en consumismo y la progresiva deificación del individuo sobre la comunidad ha seguido imponiéndose. Era solo cuestión de tiempo que asistiéramos al momento en que se enfrentaran los derechos del individuo contra los de su comunidad.
El dilema actual se centra en que disponemos de la herramienta para atajar al virus (vacuna) pero son ahora los individuos quienes deciden si la usan o no. No puedo dejar de imaginarme a los primeros pacientes que recibieron la penicilina diciéndole al médico que no lo tenían claro ("Mire usted, es que no me fio, así que me quedo con mi septicemia o infección masiva").
La vacuna contra el virus del covid es la mejor estrategia preventiva para vencerle, pero para que sea realmente efectiva, tenemos que vacunarnos todos los miembros de la comunidad (que tampoco es que nos están dando un fusil y obligándonos a luchar en ninguna trinchera). Ya les digo que yo preferiría no vacunarme, pero teniendo en cuenta que si no lo hago pongo en riesgo a todos los que me rodean, además de a mí mismo, la decisión a tomar cae por su propio peso.
Hasta tanto no se decida su obligatoriedad, vacunarse contra el covid es una opción personal. Un derecho tan legítimo como el de los vacunados a no ser contagiados por los que no lo han hecho (recuerden: 18 veces más probable infectar si no estás vacunado, y 25 veces más probable tu ingreso en la UCI).
Si les cuesta alcanzar la solución ética al dilema de vacuna sí/ vacuna no, resuelvan el conflicto del símil que les planteé al principio: Si alguien desea conducir sin ajustarse a normas, puede hacerlo en cualquier lugar donde no existan (en mitad del campo o en pleno desierto), pero no dónde pongan en riesgo a sus iguales, a aquellos que si respetan las normas estipuladas para poder convivir.
Nada le impide, a quien opte por no vacunarse, irse a vivir a una ermita, al bosque, o a cualquier lugar donde no ponga en riesgo a otros.
Cómo sea, no olvidemos las lecciones de nuestro éxito evolutivo: nuestro derecho a la libertad individual empieza tras haber asegurado los derechos de la comunidad a que pertenecemos.
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