¿Han
hecho ustedes alguna vez un viaje, por el motivo que sea, que se les
quedó marcado en la memoria? ¿De esos que, a posteriori, se da uno
cuenta de que fue algo más que un viaje? Yo sí. Al menos tengo uno.
No
sabría como definirlo o etiquetarlo. Fue hace como 10 años, una
escapada a Marruecos, aprovechando las vacaciones de Semana Santa; en
realidad no más de 4 o 5 días. Un plan que, en principio, no me
llamaba la atención en absoluto. En aquella época todavía no me
había picado el gusanillo de querer conocer todo lo que pudiera del
mundo. De hecho, el mayor atractivo del plan era simplemente que iban
mis mejores amigos, y hasta aquel momento no habíamos coincidido
todos nunca.
No hubo un momento
de tranquilidad, no hubo tiempo para el aburrimiento, pero de los
memorables instantes vividos quiero rescatar particularmente uno.
Arranco en una de
las situaciones más temidas por cualquier pandilla de turistas
ingenuos y despreocupados que a bordo de un coche alquilado se
encuentran en mitad de un país no demasiado fiable: una avería de
motor. Un buen viaje en coche por Marruecos no está completo sin su
buena avería de coche. Pues allí que nos vimos, en mitad de aquel
paraje despoblado (prácticamente desértico), en una carretera sin
apenas circulación, con el coche KO. Le echamos un vistazo al motor,
uno tras otro, y no supimos como resolverlo. Aquel puñetero Clío
con maletero (no sabía que existiera esa versión “familiar”) ya
empezó con mala pata, dando problemas con las marchas, el aceite del
motor,... y casi que desde el principio se mascaba la tragedia. Como
fuera, lo único que sabíamos es que necesitábamos un mecánico,
pero no había nada ni nadie a quien recurrir.
Al estar en una
carretera, confiamos en que antes o después alguien pasara y nos
echara una mano. Y ciertamente tuvo que transcurrir un buen rato
hasta que apareció a lo lejos una furgoneta destartalada, con más
mala pinta que Bruce Willis al final de “La jungla de Cristal”.
Tal como la vi me tiré a la carretera y le di el alto. El trasto se
detuvo y cuando me acerqué a la ventanilla del conductor vi que se
trataba de un pastor marroquí, ataviado con un bonito y práctico
jubón de lana. Vihensanta! Con el calor que hace y el tipo este con
el borrego encima. Al aproximarme al paisano se me colapsaron las
pituitarias de golpe al aspirar el intenso olor a zorruno que emanaba
del interior, no sé si de la furgoneta en sí o del tipo (supongo
que sería una mezcla de ambos). Algo así debía ser el olor del
infame mercado donde nació Jean Baptiste Grenuille (“El perfume”).
Una mezcla del tufo que debía echar Tom Hanks en “Naufrago” en
la escena en que el protagonista de Trainspotting se mete de cabeza
en el retrete. En fin, que tras reponerme del golpetazo aromático
hablé con el conductor y, como era de esperar, ni idea de español.
Pero en este caso, no sé cómo, supongo que a base de gestos,
señales y onomatopeyas varias, logré hacerme entender. El tipo se
bajó, se acercó al Renault Clío con maletero, le echó un vistazo,
pero tampoco supo encontrar la avería.
Pues estábamos bien
fastidiados. ¿Dónde encontramos un mecánico en mitad de aquel
pedregal?
Pasaba el tiempo, el
problema se empezaba a cronificar, y ante la impotencia reinante me
dio por caminar carretera adelante. En fin, por hacer algo. Caminé
unas decenas de metros hasta llegar a la primera curva, y tras ella
veo más piedras y tierra con algo de vegetación. Continuo andando
hasta la siguiente curva, bastante cerrada, confiando en que la
providencia nos brindara una oportunidad. Que sé yo, algún indicio
de vida humana (un pueblecito, por ejemplo, estaría bien) aunque
fuera lejano. Tras haber recorrido un buen trecho, y viendo que la
providencia ese día se había tomado el día libre, me rindo a la
evidencia. “Bueno, llego hasta la curva aquella del fondo y si no
veo nada me vuelvo”. Alcanzo la curva y cuando la giro me encuentro
con una escena inesperada. En mitad de aquel erial, descubro un
embalse de agua. ¡Anda, pero si este país tiene pantanos y todo! No
obstante la imagen contundente viene a continuación, cuando
insistente en mi objetivo, resuelvo llegar hasta la siguiente curva.
Al doblarla me encuentro de sopetón, ¡alucina vecina!... con un
tenderete inmenso (con unas 100 figuras o así) en una curva de una
carretera por donde no pasa ni dios. No daba crédito a lo que estaba
viendo. Una exposición de artesanía local y objetos varios (del
tipo estatua de elefante de madera o la cara de un aborigen tallada
en marfil) como los que podemos encontrar en los puestecillos de
cualquier feria de pueblo. En palabra de Dalí: “Esto es
surrealissssssmo!!”.
Joder, hay que
tener fe (o no tener otra cosa más que hacer en la vida, claro). Me
acerco a ellos sin tener muy claro todavía si aquello se trataría
de uno de los famosos espejismos del desierto. Cuando me aproximo,
los dos tipos que lo regentan reparan en mi presencia y se incorporan
(¡Vaya, un espejismo interactivo!). Doy los buenos días y me
devuelven el saludo. Hablo con ellos (esto es, chapurreo algunas
palabras y les hago indicaciones de que me acompañen) y los tipos me
siguen. Desando lo andado y nos volvemos al escenario del coche.
Saludan a los compañeros y cumplen el ritual sagrado de acercarse al
motor, echarle un vistazo y terminar con el lamentable resultado que
era de esperar. Mientras unos hablaban e intentaban hacerse entender,
otros iban y venían al motor del coche, como si por mirarlo más
veces aumentaran las probabilidades de que arrancase nuestra tartana.
Pero, de alguna forma conseguimos comunicamos con ellos y nos parece
entender que conocen a un mecánico.
¡No fastidiéis! ¿Y
dónde está?. Sin terminar de entenderles bien, los tipos se largan
con la idea de ir a buscarlo (o eso creímos). Cogen al pastor (que
afortunadamente todavía andaba por allí) y se largan todos en su
furgoneta. Bueno, pues algo es algo. No sé si regresarán con una
panda de malaspintas para desvalijarnos o simplemente no volveremos a
verlos, que, oye, igual vuelven de verdad con un mecánico.
Tras cinco minutos
de plantón (ojo!, cinco minutos marroquíes, lo que significa “todo
el tiempo que haga falta esperar”) se aproxima un coche en
dirección contraria. Se para a nuestra altura y salen del vehículo
los susodichos acompañados de un desconocido. En principio,
entendemos que es el mecánico. El hombre cumple con el rito, se
arrima al motor, bla, bla, bla. Cuando termina su inspección, se
incorpora y nos dice que tiene que llevarse el coche a su taller.
Bueno, pues habrá que fiarse. ¿Y donde está ese taller, buen
hombre? Pues en su pueblo. Hala, pues para allá que nos vamos.
No recuerdo como nos
trasladamos todos allí, pero la cosa es que un rato después nos
hallábamos entrando en una aldea. Recuerdo solo una calle principal,
por supuesto, sin asfaltar ni nada parecido, con dos hileras de casas
bastante modestas a lo largo de ella. Nos detenemos frente a una de
ella y descubrimos que, efectivamente, aquel hombre dispone de un
taller mecánico. En ese momento, me quedo algo más tranquilo.
El señor
desengancha nuestro coche del suyo y con ayuda meten nuestro Clío en
él, colocándolo sobre el foso. Esperamos un diagnóstico y un
pronóstico, pero no recibimos demasiada información. Ninguna, para
ser exactos. Aunque, la verdad, ¿pa qué?, si todas nuestras
esperanzas estaban concentradas y depositadas exclusivamente en él.
Haga lo que haga, será mejor que continuar tirados en aquella
carretera perdida.
Mientras resolvía,
nos quedamos en la puerta del taller (que a su vez era el domicilio
familiar) y durante ese tiempo nos dedicamos a dejar pasar el tiempo.
Pero realmente no fue solo eso. En verdad, durante la espera,
estuvimos conversando sobre las reseñables diferencias culturales
entre nuestra vida y la de aquellas pobres gentes. Probablemente,
aquella disponibilidad de tiempo vacío (que no es tan frecuente en
nuestras vidas cotidianas) nos permite hacer valoraciones concretas.
Servicios públicos escasos o nulos, un entorno hostil, recursos
sociales nulos, unas condiciones de vida prácticamente de
supervivencia,… En más de un momento nos sobrecoge el pensamiento:
¿Cómo podríamos nosotros sobrevivir allí? Y sin embargo, allí
los tienes, subsistiendo, llevando su vida con la mayor dignidad
posible, y además permitiéndose el lujo de ser amistosos. ¡Joder,
que suerte tenemos de vivir donde vivimos, y de haber nacido donde
hemos nacido!. ¿O no?
Algún paisano se
asoma a ver la novedad (nosotros), también algún crío (el hijo del
mecánico, de unos 10 ó 12 años que ya estaba metido en el oficio).
Por más que los miro no puedo por menos que compadecerme de ellos.
Pero allí permanecen, acostumbrados a aquella vida mezquina,
sobreviviendo como pueden, y además, sin quejarse. No eran ninguna
tontería las conclusiones a las que llegábamos. Al rato, el
mecánico sale y nos dice que está reparado la mierda del Clío.
Sorpresa generalizada y estentóreos agradecimientos a aquel señor.
Aún sin saber lo que nos iba a cobrar, teníamos claro que le íbamos
a pagar los que nos pidiera. Pero cuál es nuestra sorpresa al ver
que el tipo nos pide… 5 euros.
Pero ¡hombre de
dios!, que estamos en el país de los regateos, que como quien dice,
nos ha salvado usted el viaje. Échele un poquito de morro y cóbrenos
algo más. ¡Aprovéchese, coño!. Si no hace más que unas hora un
poli quería sacarnos las pelas por nada, y ¿va usted y nos cobra
una miseria? Pues no se crean, el tipo se resistió, hasta que
pudimos darle 40 ó 50 euros.
No recuerdo
exactamente cuanto le pagamos, pero sí que llevábamos en el coche
algunos obsequios para niños. Alguien nos dijo que en Marruecos los
críos carecían de todo, y nunca estaba de más llevarles caramelos,
bolígrafos, libretas, y cosas por el estilo. Por tanto, eso habíamos
hecho; llevábamos una bolsa llena en el coche, pero hasta aquel
momento no había surgido la oportunidad de dárselas a ningún crío.
Así que iba a ser ahora.
Sacamos el petate y
le dimos algo al chico del mecánico. El chaval se resistió a
cogerlo por puro pudor. Le insistimos pero siguió negándose, hasta
que miró a su padre buscando su aprobación. El padre asintió y
entonces el chico se acercó, no sin cierta vergüenza, y lo cogió.
Le preguntamos si tenía más hijos, y efectivamente había uno más.
Concretamente una niña de unos 8 ó 9 años, a la que no tardó en
llamar. La chica salió de casa, nos miró, y recatadamente se
acercó. Rosi la invitó a acercarse con afecto, mientras tomaba de
la bolsa una piruleta. La chica se aproximó hasta estar frente a
ella. Entonces Rosi sacó un piruletón gigante de variados colores
en espiral y se la plantó a la niña en su cara.
Este es el momento
concreto que quería recordar.
La cara de aquella
niña cambió de golpe. Aquel rostro infantil (pero curtido)
súbitamente se iluminó, y su cara reflejó la expresión más pura
y diáfana de alegría, de felicidad, que he conocido en toda mi
vida.
Tan lógico y
analítico que me considero, allí me encontré con una experiencia
que escapaba a cualquier intento de aprehensión racional. Petrificado noté un
pellizco seco en la fibra más sensible. Algo inefable, que driblaba la
razón con la rapidez y eficiencia de Messi, para impactar
directamente en mi emoción, como un golazo por toda la escuadra.
Igual que el último parte de la guerra civil: quedé desarmado y cautivo
ante aquella experiencia. Sigo, no sin dificultad, buscando palabras
que puedan describirlo, y creo que aquel momento solo puedo definirlo
como una epifanía.
Busco la definición
de este término, y cuando la encuentro me doy cuenta de que es
exactamente eso: Una súbita percepción o intuición de la realidad
que alcanza el significado esencial de algo, generalmente iniciado
por algún ocurrencia o suceso simple y común. ¡El académico de
turno ha clavado la definición!
Les aseguro que si
me la presentaran en una foto, ahora mismo no sería capaz de
reconocer a aquella niña. Pero aquella expresión se mantiene aún,
imborrable, grabada en algún lugar de mi memoria para siempre. No me
equivoco si les digo que aquel instante fue el más gratificante de
todo el viaje, la razón que (si fuera necesario) justificaría por
sí sola todas las andanzas y tribulaciones vividas en aquel periplo.
Una experiencia que despertó mi conciencia de un cogotazo, y
probablemente, la que en lo sucesivo me hizo salir de mi zona
personal de confort para conocer que más personas y culturas había
en el mundo.
Curioso! Acabo de
toparme con otro punto de inflexión (de no retorno) de mi vida.
Los documentales
muestran imágenes, los relatos palabras, pero no pueden ser si no
aproximaciones, porque solo el viaje real te muestra la vida.
Mandler y Scully
(“Expediente X”) tenían razón: La verdad está ahí fuera.
Pero hay que salir a
explorarla.
Viaje
iniciático: Historia, cuento o experiencia en la que un
individuo se encuentra en situaciones hostiles o adversas que harán
que observe y reflexione, después de tomar conciencia de sí mismo,
de la realidad externa, tras lograr superar tales circunstancias. Se
suele volver al punto de partida, pero se vuelve cambiado.