Seguro que a ustedes se
cruzan habitualmente por la calle con personas de las que no saben
nada. Nos sucede a todos, a cualquier hora. Individuos que viven en
esa anónima burbuja, y sobre los que podemos realizar todo tipo de
cábalas, según el estado de aburrimiento en que nos encontremos o
del interés que puedan despertarnos. Pero en la mayoría de los
casos, ahí permanecen, suspendidos indefinidamente en ese vecino
anonimato.
Julia era una de esas
personas desconocidas con las que me cruzaba de vez en cuando.
Alguien a quien prestaba atención por el hecho de encontrármela en
dirección opuesta cuando voy a trabajar, pero que tampoco despertaba
mayor interés por mi parte. Sin embargo, entramos en contacto, de
manera fortuita, gracias a una amiga suya. Y la empecé a conocer, en
principio sin un interés concreto por mi parte, solo porque se
sentaba en nuestra mesa a tomar café en el intermedio de aquel
taller de formación. Pero poco a poco captó mi atención y me
fueron interesando las circunstancias de su vida.
Julia
no debe llegar a la cuarentena. De complexión escuálida aunque
fibrosa, es delgada y bajita. Su pelo castaño, liso y largo (sin
llegar a alcanzar la longitud de la Pantoja) no le lucía todo lo que
debiera, pues frecuentemente lo llevaba recogido con un moño muy
“aquí te pillo aquí te mato”. Vestía ropa de batería, que
dice mi madre, tipo chándal, camiseta y vaqueros,... En fin, no es
el tipo de persona que llama la atención a primera vista.
Su voz es baja, suave y
algo desentonada, quiero decir que se le escapa algún que otro gallo
al hablar. Tampoco es que sea particularmente parlanchina. De hecho,
al conversar con ella, más bien hay que sacarles las palabras con
sacacorchos.
La vida de esta mujer es
monótona (como la de tantas otras), repetitiva y sufrida, siempre a
la carrera para cumplir con sus responsabilidades. Se dedica a
limpiar a domicilio y cuidar personas mayores. Quizá me comentara
que trabajaba en el servicio de ayuda a domicilio. Últimamente le va
bien en el trabajo; le han salido varias casas, así que apenas para
en la suya. Solo llega a esta al finalizar la jornada, y tarde.
Julia está separada. Se
casó, hace ya muchos años, cuando pensaba que vivir en pareja le
haría feliz, cuando era muy joven, demasiado para saber en donde se
estaba metiendo. Su ex marido es enjuto y bajito, de piel oscura; de
esos que lleva un peine de plástico en la cartera y siempre está
repeinándose para atrás un pelo graso, que intuyo fruto de la
seborrea más que de gel fijador o gomina. No es la persona que le
recomendaría a nadie como amigo, ni siquiera como conocido. De
hecho, lo mejor que puede hacer uno con él es tenerlo lo más lejos
posible. Entre los méritos más atractivos de su curriculum
destacan: ser alcohólico, drogadicto (de vaya usted a saber cuantas
sustancias), o sea, politoxicómano, desinterés por cualquier tipo
de trabajo o responsabilidad, carácter irritable, prontos violentos,
y además, bocazas. Ah! Se me olvidaba, también es ex-convicto. En
definitiva, el marido ideal que toda madre quisiera para su hija.
Lo más peculiar de esa
relación (por llamarlo de alguna manera) es que él lleva
apareciendo y desapareciendo de la vida de ella desde siempre. Por
temporadas. A su antojo, en muchas ocasiones, y obligado (ingreso en
prisión) en otras. Digamos que la inestabilidad sería el rasgo más
descriptivo de esta pareja. La comunicación entre ambos siempre fue
ruda y puramente instrumental (me hace falta..., mañana tienes
que..., alárgate al super y me traes..., etc). Amor es una palabra
que nunca existió en el vocabulario de él.
Pues con todo y con eso,
esta mujer tiene 7 hijos. Y todos son de él.
¡7 hijos! Meloexplique!
Trato de establecer
conjeturas, elaboro hipótesis, e intento ponerme en el lugar de ella
para tratar de comprender cómo se puede tener tamaña prole de
semejante “artista”. Pero por mucho que lo intento, no me salen
las cuentas.
- El primer hijo, supongo que no tiene más complicación de entender. Nos “queremos”, nos acostamos y el Señor manda los bebes.
- El segundo... en fin, decía un proverbio árabe que “La primera vez que me engañes la culpa es tuya. La segunda vez, la culpa es mía”. Pues quizá ella no lo escuchara ni leyera nunca.
- El tercero, que se yo. Vuelves a juntarte, crees que va a cambiar (probablemente la creencia más nefasta, fatídica y venenosa que conozco a nivel de relaciones de pareja) y... bueno, llega otro bebé. No obstante, el tipo no cambia.
- El cuarto... ¿cómo demonios me explico lo del cuarto hijo? Sacar tres hijos adelante ya es difícil. No les cuento si no dispones de fuente de ingresos económicos estable. Y además, ella sola, porqué él siempre se ha desentendido alegremente de ellos. ¿Y entonces? Otro calentón, digo yo (porque no se me ocurre otra explicación).
- ¿Qué les digo del 5º? ¿Y del siguiente? ¿Y del otro?
No, no me cuadra lo mire
por donde lo mire. Pero aún así, hay dos hipótesis explicativas
que han sobrevivido a la criba
1º) El famoso
impulso, el no poder evitarlo, esa especie de atracción instintiva
que a veces te ata (expresión que hay que entender su más amplio y
extenso sentido) a otra persona. Y contra la que parece que no puedes
hacer nada por contrarrestar.
2º) El miedo. El
miedo a las represalias del tipo si te niegas a estar con él.
Y si tengo que decidirme
por una, me decanto por la segunda.
Pero héteme aquí, que
después de cargar con esta densa biografía a sus espaldas, un buen
día me encuentro con que Julia comenta que fue al cuartel de la
Guardia Civil y puso una denuncia contra el energúmeno. Ya lo había
hecho en alguna ocasión, años atrás, pero no tardó en retirarla
en el momento en que él se apropió, en mitad de la calle y a plena
luz del día, de uno de los hijos menores y se lo llevó. A partir de
aquí, con solo esgrimir esa amenaza, sabía que la tenía a su
merced.
Tras aquella denuncia
ocurrió que, no me pregunten cómo, el cafre logró entrar en casa
de ella y se dedicó a destrozarlo todo: lavadora, ropa, ordenador,
televisión,... Ella sintió la punzada del pánico más honda que en
otras ocasiones; pero no hizo lo mismo que en las anteriores. Esta
vez se decidió a denunciarlo. Allanamiento de morada, destrozo de
bienes y mobiliario, además de quebrantar la orden de alejamiento
que tenía impuesta. Resultado: tres años de prisión.
Durante estos años, ella
ha intentando sacar honestamente a la prole adelante, con el apoyo de
su familia, convecinos e instituciones públicas, y sobretodo, han
podido conocer la calma familiar. Alguna vez ha comentado lo
reconfortante que es vivir sin el temor de que alguien se te acerque
inesperadamente por la espalda y cumpla sus amenazas. Lo gratificante
que es tener como única preocupación en tu vida tan solo el tener
que trabajar como una mula, de 8.00 de la mañana a las 11.00 de la
noche.
Pero el plazo de la
tranquilidad ha expirado. El ogro ha cumplido su condena, y ha salido
de la cárcel. Ella confiaba en que se largara a cualquier otra parte
del mundo, pero esto era más un anhelo infantil que una posibilidad
real. Y como era de esperar, ha vuelto a la ciudad. Si uno se para a
pensarlo con detenimiento, ¿A dónde va a ir un desgraciado de ese
calibre? Cómo no va a volver al lugar donde, para conseguir cubrir
sus necesidades (y vicios), solo tiene gritar y amenazar. Cómo no va
a volver a la casa donde tiene cama y comida gratis, aunque eso
signifique arrinconar a su propia madre en la cocina. La lógica
animal del mastuerzo es simple: Si me ha funcionado siempre ¿porqué
iba a dejar de hacerlo ahora?
Pues solo una razón
haría que dejara de funcionarle: Que la otra persona diga NO. Que se
plante, que se enfrente a él. Y solo puede uno tomar una decisión
sólida y convencida cuando ha comprendido que vivir así no es
vivir (¿de qué me suena esta frase?), que ella es la única que
puede cortar esa relación, y sobe todo, que antes o después, ha de
hacerlo; sea por ella, sea por el bien de sus hijos.
Julia puede contar con
todo el apoyo del público de la plaza, de la presidencia, del
apoderado y la cuadrilla al completo, pero solo ella está delante
del toro. Por muy arropada que esté, por muchos vítores y ánimos
que le den, solo ella puedes decidir enfrentarse al morlaco. Solo
ella puede hacerlo.
Y Julia lo ha hecho.
Lo ha decido, ha dicho:
“Hasta aquí llegó”. De una forma u otra, ha alcanzado ese
punto, ese momento, en que tiene que hacer lo que sabía que tenía
que haber hecho hace tiempo. Es posible que se hubiera ahorrado
sufrimiento (también tendría algunos hijos menos) si lo hubiera
hecho antes. Pero criticar es fácil cuando es gratuito. Solo se
puede opinar con cierta autoridad cuando se está o ha estado en la
misma situación, delante del toro.
No todos aprendemos
igual, ni a la misma velocidad. No todos estamos en el mejor momento
para tomar la decisión necesaria cuando toca. No todos podemos ver
las cosas con la misma claridad con que las ven los de alrededor (el
astado se ven muy bien desde la barrera, pero cuando estás delante
del bicho,... es otra cosa). Y aún así, lo importante es llegar,
tomar la decisión, alcanzar ese punto de no retorno.
Pero ella lo afirmó con
sus palabras: “No voy a volver a lo de antes”.
Y lo dijo convencida.
Con la convicción con que Cristina Sánchez se plantaba delante
del morlaco en la plaza, dispuesta a entrar a matar.
Con la rabia que
nace del miedo extremo, la misma con que la Teniente Ripley se
enfrenta a Alien, sabedora de que disyuntiva es sencilla: se trata de
ella o el bicho.
Con la misma determinación de Rigoberta Menchú, quizá con la única diferencia que a esta le
nació la conciencia progresivamente y a Julia (tras años intentando
esquivarla) creo que fue la conciencia la que le alcanzó a ella.
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