Imagínese que trabaja en una empresa del ramo tecnológico,
por poner un ejemplo. Área comercial, cargo intermedio, digamos jefe de ventas.
Se desplaza con un grupo de compañeros de trabajo a China o Corea del Norte,
por poner otro ejemplo, en misión comercial. Aterrizan en la capital y desde
que llegan al aeropuerto les invitan a asistir al plenario del Comité Central. En
coche oficial les trasladan hasta allí y les conducen ante el máximo
mandatario. El presidente, impresionado por su presencia, les invita a entrar,
y una vez dentro acceden al estrado de honor. Allí, el mismo Xi Jimping o Kim
Jon-un, delante de centenares de compromisarios, anuncia que delega su cargo en
ustedes, y les nombra presidente y equipo de gobierno del país.
El ejemplo puede ser más simple. Visitando el palacio real
del reino de Vayaustéasaber un miembro de la familia real le dice que es usted
clavadito al desaparecido primogénito del monarca. Avisa a toda la familia, y convencidos
de ello, van y le hacen heredero de la corona.
Suena a guion de aquellas inocentes comedias americanas de
enredo de los años 60.
En el año 1519 Moctezuma, emperador del reino Maya fue
informado de que unos seres extraños, con caras peludas, que escupían fuego y
tenían el pecho de metal venían camino de Tenochtitlán. Cuatro días después el
monarca dio la bienvenida a estos forasteros. Ellos venían desde el océano, el
mismo por el que se alejó en tiempos lejanos el dios Quetzalcóatl. Moctezuma creyó
que Hernán Cortes y sus huestes eran el mismo dios que regresaba con su corte.
Le saludó diciendo “A tu tierra has llegado”.
Y le entregó su corona, ofrendas de oro y todo tipo de
obsequios. Sin complicación alguna, Cortés le hizo prisionero. De esta manera,
el gobernante de aquellas tierras les puso en bandeja a los invasores su reino.
Este podría ser otro guion, en este caso de novela
histórica, si no fuera porque fue un hecho real.
No me digan que no es impactante lo que puede hacer una
creencia bien asentada (pero poco razonable) en el lugar y momento adecuados.
La realidad no existe como un hecho sólido, consolidado e
inmutable; idéntico para todos los observadores. La realidad se construye, la
construimos en nuestra mente con la información que nos provee el entorno. Los
planos de la representación de la realidad que creamos día a día en nuestra
cabeza, están en nuestra mente, y son las que guían nuestro comportamiento y
nuestras decisiones. Las líneas generales de estos planos serían nuestras
creencias personales, y el hecho de que las profesemos o apliquemos no
significa que necesariamente nosotros las hayamos proyectado, diseñado y
elaborado.
Hay un tanto por ciento (más o menos elevado, según la
persona) que son fruto de nuestra experiencia vital, de nuestras vivencias, que
articulamos y concretamos nosotros, fruto
del pensamiento y la reflexión. Pero otra proporción incluye a las adquiridas.
De estas, recelo particularmente de aquellas adquiridas sin escrutinio crítico alguno,
esto es, de las inculcadas. Insertadas en nuestra mente, como se inserta un
pendrive en el PC o como colocan los ojos a un muñeco de plastilina.
Plantéense esta pregunta. ¿Si hubieran nacido en las
antípodas, Nueva Zelanda por ejemplo, piensan que sus creencias religiosas
serían las mismas? Si uno es católico pero hubiera nacido en un pueblecito
perdido del desierto saudí (por poner otro ejemplo) donde la religión imperante
es el Islam ¿Qué religión creen que profesarían? ¿Serían católicos o islámicos?
Es una muestra de creencia inculcada en una persona por el
simple hecho de haber sido educado en una comunidad donde la mayoría de los
individuos profesan un sistema de creencias determinado. Afortunadamente, haber
sido criado en un contexto definido no condena a asumir indefectiblemente todas
sus creencias. Pero esto depende de la capacidad de pensamiento crítico que
tenga cada individuo.
Durante mi infancia estuve tragándome todas las películas
que pasaba la TV de indios y vaqueros (tampoco es que hubiera mucha más
variedad). Durante años, salíamos a la calle para jugar con los amigos, con
nuestras pistolas y caballos de cartón (o palos de fregona reconvertidos). Algunos
disponían hasta de la indumentaria de sheriff, porque la de indio daba menos
juego; esta, digamos que era más tuneable (con tres plumas, un palo y una
visita al neceser de cosméticos tu madre te apañabas). Como fuera, al
distribuir los roles, todos tratábamos de pertenecer al grupo de vaqueros,
porque eran los buenos de las pelis. Casi nadie quería ser de los indios,
porque eran los malos.
Transcurre el tiempo, pasa la vida (que decían los Pata
Negra) y sin haber llegado a madurar demasiado, te vas encontrando con datos
que contrastan con lo que creías al respecto. No es que uno viva pendiente de
la historia contemporánea norteamericana, ni que siquiera se acuerde uno de
ello de vez en cuando. Como pueden imaginar, me traía al fresco aquel asunto,
pero como el que no quiere la cosa, los datos van aflorando, de manera puntual
y dispersa, pero con solidez. Un buen día, uno de esos datos juega el papel de
la gota que colma el vaso. Una referencia, que no tiene ni siquiera porqué ser la
más relevante, provoca que empieces a extraer de tu memoria aquella información
relacionada con el tema e indolentemente almacenada durante años.
Esa pieza que has colocado sobre el tapete, de pronto, se
encuentra bajo el foco de tu atención. Igual no había reparado antes, pero algo
no te cuadra. Quizá eso sea lo que te incita a tratar de encajar las restantes.
Como quien juega al dominó, vas ensamblando detalles y se va formando el puzle,
que aunque incompleto, te permite diferenciar, distinguir, una figura que no
encaja con lo que esperabas.
Era público y notorio que los indios eran oriundos de
aquellas tierras, llevaban siglos naciendo y viviendo en ellas. Por el contra,
los vaqueros eran los foráneos, los invasores, que trataban de irrumpir en un
territorio que había pertenecido siempre a los nativos. Nunca había llegado más
allá de este punto; pura indolencia. Falta de pensamiento crítico, lo podríamos
llamar. Nunca se te había ocurrido pensar sobre porqué los indios atacaban a
los colonos. Porqué el ejército atacaba a los pieles rojas. Simplemente, veías
la peli y te creías lo que te contaban, sin más. Por muchas veces que hayamos
visto a John Wayne ser atacado en la diligencia o a Errol Flynn morir con las
botas puestas, masacrado (junto con el 7º de caballería) por los indios, los
soldados no dejaban de ser los usurpadores y los indios no dejaban de ser una comunidad
que defendía su territorio.
Ahora que lo pienso, tampoco recuerdo haber visto en ninguna
película de la época las masacres que los soldados americanos ejercieron sobre
la población indígena (véase Wounded Knee). No en vano siempre se hablaba de la
“Conquista del Oeste”, y tan contextualizado estaba el término que nunca antes
se me había ocurrido pensar que la palabra conquista era también sinónimo de
intrusión, allanamiento y usurpación.
Finalmente, todo esto configura una nueva interpretación sobre
la historia que uno tenía sobre los pioneros del Oeste americano, y no se
parece en nada a la que yo había absorbido, tan inocente como
inconscientemente, durante mi infancia.
La pieza definitiva de la que les hablaba (en mi caso) la encontré
cuando me hallaba realizando el servicio militar. Un fin de semana de guardia,
al realizar el servicio de imaginaria (sí que suena viejuno) el cabo me trasladó
al puesto. Allí, en una caseta de control de acceso al hospital militar, es
donde me voy a pasar toda la noche. Una vez instalado, la tarea consiste en
vigilar, y en hacerlo todo el rato que esté allí, hasta que llegue el relevo. Después
de 15 minutos vigilando, constatando que a las 4.00 de la madrugada no se mueve
nada fuera, ni hay signo alguno que pronostique invasión inminente alguna, empiezo a trastear la mesa en que estaba sentado. En un cajón me
encuentro parte de una revista. Sorprendido porque no fuera porno, empiezo a hojearla.
No recuerdo la temática de la misma pero sí del momento en que mi vista se detuvo
en un artículo que presentaba una impactante fotografía del desierto norteamericano.
Leí el título y no me sonó de nada, pero el título era bastante atrayente:
“Declaración del jefe Seattle, dirigida al presidente de
los EEUU tras la oferta de este de compra de sus tierras”.
Captó mi atención de lleno. Como no preveía que nos
asaltara el enemigo (no puedo evitar decir esto y acordarme del maestro Gila) y
de tiempo disponía sobradamente, empecé a indagar; ya saben, pura curiosidad. A
medida que iba leyendo me va interesando más el asunto, de manera que llegó un
momento en que no podía dejar de leer. Absorto en aquella lectura, todo el
ejército marroquí (es un poner), con su banda de cornetas y tambores tocando la
marcha mora, podrían haber irrumpido en el hospital pasando por delante de mi
caseta y no me hubiera enterado de nada.
Cuando completé la lectura me encontraba deslumbrado. Aquella
carta probablemente fuera el alegato ecologista más contundente que he leído en
mi vida. El jefe Seattle (la ciudad estadounidense lleva este nombre en su
honor) hablaba con palabras llanas pero cargadas de sabiduría, de una
consistencia absolutamente maciza, engarzadas en argumentos de una sensatez aplastante
y que, como cualquier verdad universal, puede ser entendida por cualquier niño.
"¿Cómo se puede
comprar o vender el firmamento, ni aún el calor de la tierra? Dicha idea nos es
desconocida. Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las
aguas, ¿cómo podrán ustedes comprarlos? Cada parcela de esta tierra es sagrada
para mi pueblo, cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas,
cada gota de rocío en los bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada
insecto es sagrado a la memoria y al pasado de mi pueblo.
Sabemos que el
hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. Él no sabe distinguir entre un
pedazo de tierra y otro, ya que es un extraño que llega de noche y toma de la
tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga y una vez
conquistada sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres sin
importarle. Le secuestra la tierra a sus hijos. Tampoco le importa. Tanto la
tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su
madre, la tierra, y a su hermano, el firmamento, como objeto que se compran, se
explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devorará la
tierra dejando atrás sólo un desierto."
¿No les parece brutalmente honesto? Y lo más inquietante, lamentablemente
profético.
¿Pero los indios no eran unos cafres sedientos de sangre,
unos garrulos del tipo que Mel Gibson mangonea en “Apocalipto”, sin más
objetivo que matar hombres blancos? Vaya, pues resulta que no solo eran los legítimos
inquilinos de sus tierras sino que una vez uno echa un vistazo a su cultura se
da cuenta de que tenían la cabeza bastante bien amueblada. Sus costumbres
podían ser más o menos aprobadas por los ajenos a ella, pero desde luego que cumplían
su función, les servía para sobrevivir en su entorno, y además (ahí nos ganan
por goleada) de manera sostenible, en armonía con el entorno.
Entorno natural es un concepto que se aplica cuando estás
de turismo, bien resguardado, disfrutando de las bondades del lugar. Cuando te
encuentras en ese mismo territorio, pero estás solo y tienes que buscarte la
vida como Orzowei, se le llama entrono salvaje. Los nativos podrían ser salvajes
pero este concepto no es sinónimo necesariamente (como yo entendí o me hicieron
entender en mi infancia) de inhumano, sádico o inculto.
De cualquier manera, y como tantas otras personas, me
identifico con la declaración que aquel hombre escribió hace ya más de 150
años. De esta forma tan intangible, tan extendida en el tiempo, y tan
inconsciente, fue como cambié mi creencia sobre los nativos norteamericanos y
los “pioneros” blanco en el Oeste.
Les dejo el enlace por si quieren leer completo la
declaración (no tiene desperdicio, oiga)
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