Imagina tu ser como un lago muy
profundo pero de escasa superficie.
La superficie es la consciencia.
Allí hay claridad, allí tiene lugar eso que llamamos pensar. Pero la parte del
lago que constituye la superficie es infinitamente pequeña. Puede que sea la
parte más bella e interesante, pues al contacto con la luz y el aire se
remueve, se transforma y se enriquece el agua. Pero las partes que están en la
superficie cambian constantemente. El agua asciende del fondo, desciende de la
superficie, siempre hay corrientes, reajustes, desplazamientos y cada parte del
agua quiere llegar alguna vez arriba.
Al igual que el lago se compone
de agua, nuestro yo o nuestra alma (no importa la palabra) se compone de miles
y millones de partes, de un tesoro de posesiones, de recuerdos, de impresiones,
siempre creciente y cambiante.
De todo ello nuestra consciencia
sólo ve la pequeña superficie. El alma, no ve la parte infinitamente más grande
de su contenido.
Pues bien, aquellas almas en las
que constantemente existe una corriente fresca y un intercambio entre el gran
espacio oscuro y el pequeño campo del luz me parecen ricas, sanas y capaces de
conseguir la felicidad.
La mayoría de las personas
albergan miles y miles de cosas que jamás ascienden a la superficie, que se
pudren dentro y atormentan. Por eso, porque están podridas atormentan, chocan
una y otra vez con el rechazo de la conciencia; están bajo sospecha y se las
teme.
Este es el sentido de toda moral:
¡lo que se reconoce como perjudicial no debe salir a la superficie! Pero nada
es perjudicial, ni nada útil, todo es bueno o todo es indiferente.
Cada individuo lleva cosas en sí
que le pertenecen, que son buenas para él y que le son propias, pero que no
deben acceder a la superficie. Si subieran, dice la moral, sería una desgracia.
¡Pero quizá fuera una suerte! Por
eso tienen que subir a la superficie, y el hombre que se somete a una moral se
empobrece"
Cuando su mirada se clavó en la
mía, me di cuenta.
La de aquel tipo no fue el típico ojeo curioso y sin
pretensiones, como el que tiene uno cuando sale de su casa para ir a la
frutería. Aquella mirada precisa e incisiva, como el bisturí de un cirujano
escrupuloso, era algo más. Retorcida, desprovista de cualquier atisbo de
ingenuidad.
Había sobrepasado el umbral del parque. Caminaba con
cierta premura (algo casi habitual en mí) hacia la cita que tenía en el otro
bar, en el extremo opuesto. Había quedado para tomar unas cervezas con un
amigo. Sin nada de lo que ocuparme ni preocuparme, mi único dilema en aquel
momento era decidir qué camino tomar. Nada que exija demasiado gasto neuronal,
puesto que los dos itinerarios posibles describen un recorrido igualmente
agradable.
Mientras avanzaba por entre las
mesas vi que solo había dos ocupadas. Al llegar a la altura de la más cercana
eché una ojeada. Estaba compuesta por lo que parecía un matrimonio joven con
dos niños. Uno de los pequeños estaba sentado formalmente frente a la mesa,
mientras que la madre tomaba al segundo del cochecito. Por algún motivo
fortuito la miré. No porque me pareciera particularmente atractiva, ni tampoco
lo contrario (en cualquiera de estos casos lo recordaría). Tampoco llamaba la
atención de ninguna manera en particular, por su comportamiento, indumentaria,
o algo así.
De manera que la mirada que le
dirigí fue tipo estándar. Menos de 1 segundo, sin carga emocional, y
desprovista de cualquier intención. Tras esto, e igualmente por defecto, giré
mi cabeza hacia el hombre de la familia. Un mirar por mirar. Pero en ese
instante todo cambió de sentido.
Cuando mis ojos se encontraron
con los suyos, estos ya me estaban esperando. Aquel tipo ya me estaba
observando antes de que se me ocurriera mirarle. El impacto fue parecido al de
encontrarte con la pandilla de Alex y sus descerebrados drugos (“La
naranja Mecánica”) en mitad de una callejuela oscura. Como un guantazo con la
mano abierta cuando estás departiendo agradablemente en el coctel de recepción
de una boda encopetada. Algo parecido a la que te dirige el guardia jurado de
un hipermercado cuando está convencido de que sales habiendo hurtado algo.
No conozco al tipo de nada. Quizá
no me sea desconocida su cara, así que imagino que me lo habré encontrado por
algún lado algún día. Ahora que lo pienso, igual que me sucede con la mujer.
Pero no tengo referencia ninguna de él. Aunque por un momento pienso que quizá
me esté confundiendo con alguien. Sí, esa es otra posibilidad con fundamento.
Pero no. La descarto de
inmediato. No, no me confunde con nadie. Lo sé porque aquella mirada no me
escrutó, no buscaron información visual en mi rostro para después probar a
reconocerme. Aquella mirada se dirigía solo a mis ojos y su pretensión era
exclusivamente confirmar sus sospechas, fueran estas las que fueran.
Entonces lo supe:
“Él es uno de ellos”.
No me pregunten porqué. No tuve ninguna duda.
¿Fabulaciones mías? No se puede descartar, por supuesto.
Qué duda cabe, tratar de ser concienzudo no implica que siempre lo logre.
Aunque lo intento con ahínco. Y si bien es cierto que no puedo llegar a ser
concluyente, si que puedo alcanzar deducciones cercanas a la realidad. Y
aquella se me presentaba tan clara y diáfana como un amanecer de verano.
“Aquel tipo es uno
de los que me comentan algunas mujeres maltratadas”, pensé.
Pertenece a ese perfil tan rancio como inextinguible. El
perfil de hombre que mantiene el control sobre su vida, unidad familiar
incluida, de manera férrea e inflexible. Que es poseedor de lo que tiene, pero
no lo comparte. Su casa, su coche, su familia... Y su mujer; porque ella
también es de su propiedad. Estoy convencido de que ya lo sería mucho antes de
que firmaran el contrato matrimonial.
Él puede ser un estupendo trabajador o amigo, un vecino o
hermano esforzado, pero no puede transigir con la más mínima ruptura del orden
que él ha establecido en su vida y sus posesiones. En muchos casos, estos
hombres tienen gran predicamento, quiero decir, son personas muy bien vistas en
su comunidad. Maridos de los que jamás se esperaría que gritaran a su mujer por
haberla visto saludando a un compañero de trabajo, o que les impidan
desarrollarse profesionalmente desacreditando cualquier intento que ellas hagan
de buscar un empleo (sin aportar argumento alguno) o prohibiendo que acepten un
cigarrillo de una amiga con solo dirigirle una lacerante mirada a su esposa.
Datos similares se me van acumulando en la mesa, como la
basura a un síndrome de Diógenes. Y no puedo dejar de pensar en que esos
tipos existen. Salen en las páginas de sucesos constantemente. Viven aquí,
entre nosotros, aunque camuflados, como los extraterrestres de “Men in Black”.
Ese tipo es celoso.
Eso me dice que es una persona básicamente insegura. Esto
le hace ser hostil, encontrarse irritable en más ocasiones de las necesarias, y
por tanto, proclive al nerviosismo o ansiedad.
Me temo que a partir de aquí ya solo puedo especular.
Quizá la maltrate, quizá insulte, quizá amenace, o quizá solo esté
cotidianamente de mal humor, irritable, sin dar motivos ni explicaciones pero
generando un irrespirable ambiente en casa, que quizá debería denominarse
terrorismo familiar.
Todo lo que siga cavilando a partir de aquí ya sobrepasa
la categoría de especulación para convertirse en pura inferencia personal. Pero
una cosa sí que les digo: Yo sé lo que vi en aquella mirada.
Justo cuando supero a la familia,
la mujer levanta la cabeza y se cerciona de que he pasado. Mira de soslayo a su
marido y piensa: “Por dios, que no lo haya visto”. Pero observa con nitidez
como el marido aún me sigue con la mirada, con descaro, casi insolencia. Lo
nota crispado, pero evita el riesgo de ser sorprendida por su marido y retira
su mirada de él. Atiende a su hijo pensando:
“¡Menos mal! Parece que no ha
reconocido al impresentable ese. Se me pone el vello de punta con solo recordar
la boda que nos dio el tipo. Quien me iba a decir que el modosito primo de la
novia es un desgraciado que cuando se emborracha no conoce a nadie.
Presionar a una mujer cuando te
dice que mil veces que no, es agobiante, aparte de un caso de acoso. En una
boda, con todos los familiares desperdigados por la celebración, además es
desfachatez. Pero cuando encima de todo eso, tu marido está presente en la
sala, es directamente temeridad.
Si no le partió la cara fue
porque me interpuse, porque lo frenamos entre toda la familia, porqué el novio
invito al descerebrado a abandonar el local. Y el desvergonzado todavía
tiene el descaro de hacer como que no me conoce”.
Así fue como empecé muy pronto a
esconder mis gustos, y que al considerar mis progresos y mi posición en el
mundo, me encontré ya encaminado en una vida de profundo doblez. Muchos incluso
se habrían vanagloriado de algunas ligerezas, que yo, por la altura y ambición
de mis miras, consideraba por el contrario una culpa y escondía con vergüenza
casi morbosa. Más que defectos graves, fueron por lo tanto mis aspiraciones
excesivas a hacer de mí lo que he sido, y a separar en mí radicalmente esas dos
zonas del bien y del mal que dividen y componen la doble naturaleza del hombre.
Mi caso me ha llevado a reflexionar durante mucho tiempo y a fondo sobre esta
dura ley de la vida, que está en el origen de la religión y también, sin duda,
entre las mayores fuentes de infelicidad.
Por doble que fuera, no he sido nunca lo
que se dice un hipócrita. Los dos lados de mi carácter estaban igualmente
afirmados: cuando me abandonaba sin freno a mis placeres vergonzosos, era
exactamente el mismo que cuando, a la luz del día, trabajaba por el progreso de
la ciencia y el bien del prójimo.
Pero sucedió que mis investigaciones
científicas confluyeron en las reflexiones que he dicho, derramando una viva
luz sobre esta conciencia de guerra perenne de mí conmigo mismo. Tanto en el
plano científico como en el moral, fui por lo tanto gradualmente acercándome a
esa verdad, cuyo parcial descubrimiento me ha conducido mas tarde a un
naufragio tan tremendo: el hombre no es verazmente uno, sino verazmente dos. Y
digo dos, porque mis conocimientos no han ido más allá. Otros seguirán, otros
llevarán adelante estas investigaciones, y no hay que excluir que el hombre, en
último análisis, pueda revelarse una mera asociación de sujetos distintos,
incongruentes e independientes. Yo, por mi parte, por la naturaleza de mi vida,
he avanzado infaliblemente en una única dirección.
Ha sido por el lado moral, y sobre mi
propia persona, donde he aprendido a reconocer la fundamental y originaria
dualidad del hombre. Considerando mis dos naturalezas entendí que se podía
decir, con igual verdad, ser una como ser otra, y esto era porque se trataba de
dos naturalezas distintas.
Muy pronto, mucho antes que mis
investigaciones científicas me hicieran barruntar la posibilidad de un milagro
así, aprendí a cobijar con placer el pensamiento de una separación de los dos
elementos. Si éstos, me decía, pudiesen encarnarse en dos identidades
separadas, la vida se haría mucho más soportable. El injusto se iría por su
camino, libre de las aspiraciones y de los remordimientos de su más austero
gemelo; y el justo podría continuar seguro y voluntarioso por el recto camino,
sin tenerse que cargar de vergüenzas y remordimientos por culpa de su malvado
socio.
Es una maldición para la humanidad,
pensaba, que estas dos incongruentes mitades se encuentren ligadas así, que
estos dos gemelos enemigos tengan que seguir luchando en el fondo de una sola y
angustiosa conciencia.
Robert Louis Stevenson
"El exraño caso del Dr. Jekyll y el señor Hyde" (1886)
Cuando su mirada se clavó en la
mía, me di cuenta.
Tan imprevista como el conejo que
salta y se te cruza delante del coche en la carretera. Sobrecogedora como el
petardazo inesperado de unos críos revoltosos. A mitad de camino entre la de
Robert DeNiro frente al espejo en “Taxi driver” y Lee Van Cliff en la escena
final del “EL bueno, el feo y el malo”. En este caso, afortunadamente, sin
pistolas de por medio.
La de aquel tipo no fue el típico
ojeo curioso y sin pretensiones, como el que tiene uno cuando sale de su casa
para ir a la frutería. No fue un echar un vistazo cualquiera. Aquella mirada era
precisa e incisiva, como el bisturí de un cirujano escrupuloso. Era algo más
que eso. Una mirada retorcida, desprovista de cualquier atisbo de ingenuidad.
Algo insano se escondía tras ella.
Había sobrepasado el umbral del parque. Apenas había gente
ese día, quizá por el cambio de temperatura, quizá porque aún no se había
inaugurado formalmente el verano. En apenas unos metros entraba en la terraza
que el bar de la esquina tiene distribuida entre los jardines. Dos hileras de
mesas en perfecta formación, a derecha e izquierda del recorrido.
Caminaba con cierta premura (algo
casi habitual en mí) hacia la cita que tenía en el otro bar, en el extremo opuesto.
Había quedado para tomar unas cervezas con un amigo. Sin nada de lo que
ocuparme ni preocuparme, mi único dilema en aquel momento era decidir qué
camino tomar. Nada que exija demasiado gasto neuronal, puesto que los dos itinerarios
posibles describen un recorrido igualmente agradable.
Mientras avanzo por entre las
mesas veo que solo había dos ocupadas. Al llegar a la altura de la más cercana
eché una ojeada. Estaba compuesta por lo que parecía un matrimonio joven con
dos niños. Uno de los pequeños estaba sentado formalmente frente a la mesa,
mientras que la madre tomaba al segundo del cochecito. Por algún motivo espurio
la miré. No es que me pareciera particularmente atractiva, ni tampoco lo
contrario, puesto que cualquiera de estos casos lo recordaría. No porque
llamara la atención de ninguna manera en particular por su comportamiento,
indumentaria, o algo así.
De manera que la mirada que le
dirigí fue tipo estándar. Menos de 1 segundo, sin
carga emocional y desprovista de cualquier intención. Exactamente la
misma quehabía usado con los críos un
instante antes.
Tras esto, e igualmente por defecto,
miré al hombre de la familia. Un mirar por mirar. Pero en ese instante todo
cambió de sentido.
Cuando mis ojos se encontraron
con los suyos, estos ya me estaban esperando. Aquel tipo ya me estaba
observando antes de que se me ocurriera mirarle. El impacto fue parecido al de
encontrarte con la pandilla de Alex y sus descerebrados drugos (“La
naranja Mecánica”) en mitad de una callejuela solitaria y oscura. Como un
guantazo con la mano abierta cuando estás departiendo agradablemente en el coctel
de recepción de una boda encopetada. Algo parecido a la que te dirige el
guardia jurado de un hipermercado cuando está convencido de que sales habiendo
hurtado algo.
No conozco al tipo de nada. Quizá
no me sea desconocida su cara, así que imagino que me lo habré encontrado por
algún lado algún día. Ahora que lo pienso, igual que me sucede con la mujer. Pero
no tengo referencia ninguna de él. Él supongo que él tampoco me conoce; digo yo
que no tendría porqué, si yo tampoco lo recuerdo. Aunque por un momento pienso
que quizá me esté confundiendo con alguien. Sí, esa es otra posibilidad con
fundamento.
Pero no. La descarto de
inmediato. No, no me confunde con nadie. Lo sé porque aquella mirada no me
escrutó, no buscaron información visual en mi rostro para después probar a
reconocerme. Aquella mirada se dirigía solo a mis ojos y su pretensión era
exclusivamente confirmar sus sospechas, fueran estas las que fueran. No
obstante, un efecto secundario de ese tipo de miradas es que transmiten
información sobre su naturaleza. La interpretación fundamental que hago de esa información
que me llega es que haber mirado a su esposa es algo que le jodía
profundamente.
Entonces lo supe: “Él es uno de ellos”.
No me pregunten porqué. Pero no tuve ninguna duda.
¿Fabulaciones mías? No se puede descartar, por supuesto.
Pero conste en cualquier interpretación que hago trato de ser lo más objetivo
que me permite mi razón y capacidad perceptiva. Intento no caer en las tergiversaciones
que pueden ser causadas por falsas impresiones. Esas cuyo origen no se
encuentran fuera, en el suceso que estás observando, sino que nacen de dentro;
de la información que yo añado a lo que me viene de fuera, y que finalmente dan
lugar a una interpretación sesgada del acontecimiento externo.
Qué duda cabe, tratar de ser concienzudo no implica que
siempre lo logre; pero lo intento con convicción. Y si bien es cierto que no
puedo llegar a ser concluyente, si que puedo alcanzar deducciones cercanas a la
realidad. Y aquella se me presentaba tan clara y diáfana como un amanecer de
verano.
“Aquel tipo es uno de los que me comentan algunas mujeres
maltratadas”, pensé.
Pertenece a ese perfil tan rancio como inextinguible. El
perfil de hombre que mantiene el control sobre su vida, unidad familiar incluida,
de manera férrea e inflexible. Que es poseedor de lo que tiene, pero no lo
comparte. Su casa, su coche, su familia... Y su mujer, porque ella también es
de su propiedad. Casi que estoy convencido de que ya lo fue mucho antes de que
firmaran el contrato matrimonial.
Él puede ser un estupendo trabajador o amigo, un vecino amable o hermano esforzado, pero que no
puede transigir con la más mínima ruptura del orden que él ha establecido en su
vida y sus posesiones. De hecho, en muchos casos, estos hombres tienen gran
predicamento, quiero decir, son personas muy bien vistas en su comunidad.
Personas de las que jamás se esperaría que gritaran a su mujer por haberla
visto saludando a un compañero de trabajo, o que les impidan que intenten
desarrollar su vertiente laboral desacreditando cualquier intento que ellas hagan
de buscar un empleo (pero siempre sin aportar argumento alguno) o prohibiendo
que acepten un cigarrillo de una amiga con solo dirigirle una dura mirada a su
esposa.
En más de una ocasión, a raíz de testimonios personales,
han salido a la luz detalles como estos. Los datos se van acumulando en la mesa
como la basura a un síndrome de Diógenes. Y no puedo dejar de pensar en que,
igual que sucede con la verdad, están ahí fuera (¿Estoy citando a Mulder y
Scully?). Esos tipos están ahí. Existen. Salen en las páginas de sucesos
constantemente. Viven aquí, entre nosotros, pero camuflados, como los
extraterrestres de “Men in Black”.
Automáticamente le adjudico ese perfil (o similar) al tipo.
Quizá puntúe entodos esos criterios,
quizá solo algunos. Pero desde luego hay uno que innegablemente cumple, porque
me lo acaba de demostrar.
Un tipo celoso. Tiendo a pensar que algo más que eso.
Si yo no conozco a su mujer, si cuando la miro no doy pie
a sospechas de ningún tipo. Entonces el único que puede estar añadiéndole esa
mala intención de la que recela es él. Igual un trastorno delirante, tipo celotípico, me parece
un diagnóstico un tanto precipitado. Pero si no es así, desde luego que en esa
escala de valor debe puntuar el tipo.
Pero con que solo sea una persona excesivamente celosa ya
me está comunicando mucho. Con solo ser celoso sin que haya motivo para ello ya
me está informando de que es una persona insegura. Y créanme, el tipo tiene las
hechuras de un luchador de Wrestling o un púgil peso pesado, pero no confía en
su entorno. Teme poder perder el control de lo que posee. Esto le hace ser
hostil, encontrarse irritable en más ocasiones de las necesarias, y por tanto,
proclive al nerviosismo o ansiedad.
Me temo que a partir de aquí ya solo puedo especular.
Quizá la maltrate, quizá insulte, quizá amenace, o quizá solo esté siempre de
mal humor e irritable sin dar motivos ni explicaciones creando así un
irrespirable ambiente en casa, que quizá debería denominarse terrorismo
familiar.
Pero no perdamos de vista un detalle. Sea cual sea su
actitud, desconozco completamente la de ella. También podría tratarse de una mujer
sumisa que necesita de la seguridad de su hombre, aunque tenga que pagar el alto
coste de esa subordinación (o incluso lo pague gustosa o ignorantemente). Ya
les digo, un autentico empobrecimiento personal en los tiempos de libertades y
derechos femeninos que disfrutamos.
Todo lo que siga cavilando a partir de aquí ya sobrepasa
la categoría de especulación para convertirse en pura inferencia personal. Pero
una cosa sí que les digo: Yo sé lo que vi en aquella mirada.
Y todo esto, remarcando que no
puedo recordar rasgo alguno de aquella señora, su mujer, ni sería capaz ahora
mismo de reconocerla si me la cruzara con ella por la calle.
-¡Coño, Carlitos! ¿Ya te has pedido la primera?
-Hombre, si te retrasas no voy estar aquí esperando, a
palo seco.
-Cierto. Yo hubiera hecho lo mismo. A ver ¿donde está
Francis?
-¡¡¡Francis, unas cañas y unas aceitunas, hombre!!!
-Bueno, ¿terminaste ayer de ver “Breaking Bad” por fin?
-No tío, se me ha colado por medio “True Detective”, una
serie que me tiene enganchado...