Entonces lo vi.
Cuando su mirada se clavó en la
mía, me di cuenta.
La de aquel tipo no fue el típico ojeo curioso y sin
pretensiones, como el que tiene uno cuando sale de su casa para ir a la
frutería. Aquella mirada precisa e incisiva, como el bisturí de un cirujano
escrupuloso, era algo más. Retorcida, desprovista de cualquier atisbo de
ingenuidad.
Había sobrepasado el umbral del parque. Caminaba con
cierta premura (algo casi habitual en mí) hacia la cita que tenía en el otro
bar, en el extremo opuesto. Había quedado para tomar unas cervezas con un
amigo. Sin nada de lo que ocuparme ni preocuparme, mi único dilema en aquel
momento era decidir qué camino tomar. Nada que exija demasiado gasto neuronal,
puesto que los dos itinerarios posibles describen un recorrido igualmente
agradable.
Mientras avanzaba por entre las
mesas vi que solo había dos ocupadas. Al llegar a la altura de la más cercana
eché una ojeada. Estaba compuesta por lo que parecía un matrimonio joven con
dos niños. Uno de los pequeños estaba sentado formalmente frente a la mesa,
mientras que la madre tomaba al segundo del cochecito. Por algún motivo
fortuito la miré. No porque me pareciera particularmente atractiva, ni tampoco
lo contrario (en cualquiera de estos casos lo recordaría). Tampoco llamaba la
atención de ninguna manera en particular, por su comportamiento, indumentaria,
o algo así.
De manera que la mirada que le
dirigí fue tipo estándar. Menos de 1 segundo, sin carga emocional, y
desprovista de cualquier intención. Tras esto, e igualmente por defecto, giré
mi cabeza hacia el hombre de la familia. Un mirar por mirar. Pero en ese
instante todo cambió de sentido.
Cuando mis ojos se encontraron
con los suyos, estos ya me estaban esperando. Aquel tipo ya me estaba
observando antes de que se me ocurriera mirarle. El impacto fue parecido al de
encontrarte con la pandilla de Alex y sus descerebrados drugos (“La
naranja Mecánica”) en mitad de una callejuela oscura. Como un guantazo con la
mano abierta cuando estás departiendo agradablemente en el coctel de recepción
de una boda encopetada. Algo parecido a la que te dirige el guardia jurado de
un hipermercado cuando está convencido de que sales habiendo hurtado algo.
No conozco al tipo de nada. Quizá
no me sea desconocida su cara, así que imagino que me lo habré encontrado por
algún lado algún día. Ahora que lo pienso, igual que me sucede con la mujer.
Pero no tengo referencia ninguna de él. Aunque por un momento pienso que quizá
me esté confundiendo con alguien. Sí, esa es otra posibilidad con fundamento.
Pero no. La descarto de
inmediato. No, no me confunde con nadie. Lo sé porque aquella mirada no me
escrutó, no buscaron información visual en mi rostro para después probar a
reconocerme. Aquella mirada se dirigía solo a mis ojos y su pretensión era
exclusivamente confirmar sus sospechas, fueran estas las que fueran.
Entonces lo supe:
“Él es uno de ellos”.
No me pregunten porqué. No tuve ninguna duda.
¿Fabulaciones mías? No se puede descartar, por supuesto.
Qué duda cabe, tratar de ser concienzudo no implica que siempre lo logre.
Aunque lo intento con ahínco. Y si bien es cierto que no puedo llegar a ser
concluyente, si que puedo alcanzar deducciones cercanas a la realidad. Y
aquella se me presentaba tan clara y diáfana como un amanecer de verano.
“Aquel tipo es uno
de los que me comentan algunas mujeres maltratadas”, pensé.
Pertenece a ese perfil tan rancio como inextinguible. El
perfil de hombre que mantiene el control sobre su vida, unidad familiar
incluida, de manera férrea e inflexible. Que es poseedor de lo que tiene, pero
no lo comparte. Su casa, su coche, su familia... Y su mujer; porque ella
también es de su propiedad. Estoy convencido de que ya lo sería mucho antes de
que firmaran el contrato matrimonial.
Él puede ser un estupendo trabajador o amigo, un vecino o
hermano esforzado, pero no puede transigir con la más mínima ruptura del orden
que él ha establecido en su vida y sus posesiones. En muchos casos, estos
hombres tienen gran predicamento, quiero decir, son personas muy bien vistas en
su comunidad. Maridos de los que jamás se esperaría que gritaran a su mujer por
haberla visto saludando a un compañero de trabajo, o que les impidan
desarrollarse profesionalmente desacreditando cualquier intento que ellas hagan
de buscar un empleo (sin aportar argumento alguno) o prohibiendo que acepten un
cigarrillo de una amiga con solo dirigirle una lacerante mirada a su esposa.
Datos similares se me van acumulando en la mesa, como la
basura a un síndrome de Diógenes. Y no puedo dejar de pensar en que esos
tipos existen. Salen en las páginas de sucesos constantemente. Viven aquí,
entre nosotros, aunque camuflados, como los extraterrestres de “Men in Black”.
Ese tipo es celoso.
Eso me dice que es una persona básicamente insegura. Esto
le hace ser hostil, encontrarse irritable en más ocasiones de las necesarias, y
por tanto, proclive al nerviosismo o ansiedad.
Me temo que a partir de aquí ya solo puedo especular.
Quizá la maltrate, quizá insulte, quizá amenace, o quizá solo esté
cotidianamente de mal humor, irritable, sin dar motivos ni explicaciones pero
generando un irrespirable ambiente en casa, que quizá debería denominarse
terrorismo familiar.
Todo lo que siga cavilando a partir de aquí ya sobrepasa
la categoría de especulación para convertirse en pura inferencia personal. Pero
una cosa sí que les digo: Yo sé lo que vi en aquella mirada.
Justo cuando supero a la familia,
la mujer levanta la cabeza y se cerciona de que he pasado. Mira de soslayo a su
marido y piensa: “Por dios, que no lo haya visto”. Pero observa con nitidez
como el marido aún me sigue con la mirada, con descaro, casi insolencia. Lo
nota crispado, pero evita el riesgo de ser sorprendida por su marido y retira
su mirada de él. Atiende a su hijo pensando:
“¡Menos mal! Parece que no ha
reconocido al impresentable ese. Se me pone el vello de punta con solo recordar
la boda que nos dio el tipo. Quien me iba a decir que el modosito primo de la
novia es un desgraciado que cuando se emborracha no conoce a nadie.
Presionar a una mujer cuando te
dice que mil veces que no, es agobiante, aparte de un caso de acoso. En una
boda, con todos los familiares desperdigados por la celebración, además es
desfachatez. Pero cuando encima de todo eso, tu marido está presente en la
sala, es directamente temeridad.
Si no le partió la cara fue
porque me interpuse, porque lo frenamos entre toda la familia, porqué el novio
invito al descerebrado a abandonar el local. Y el desvergonzado todavía
tiene el descaro de hacer como que no me conoce”.
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