Una
persona que afirma ser feliz, sin ser consciente de sí mismo, de su entorno, de
cómo funciona la vida en el planeta Tierra... en realidad no es feliz. Es un
iluso. Quien se dedica a quejarse y
despotricar de todo, mostrando así ausencia de esa conciencia, solo
conseguirá amargarse el limitado tiempo de que dispone.
Hay
toda una serie de tradiciones filosóficas, incluida la Occidental, que postulan
la necesidad del conocimiento para lograr la felicidad. En nuestro caso,
el ideal de felicidad clásico, propuesto por Aristóteles, se identificaría con
saber vivir una buena vida.
En este
sentido, la felicidad podríamos entenderla como el desarrollo de nuestras
potencialidades, a fin de autorrealizarnos o de alcanzar cierto grado de
plenitud. Supongo que nuestra especie no se denomina sapiens en vano.
La felicidad, por tanto, no consistiría erradicar todas las preocupaciones
de nuestra cabeza, ni mostrar una sonrisa perenne en la expresión facial. No
sería sinónimo de encontrarse en un estado constante de bienestar. Estas
descripciones encajarían más con la noción de confort o comodidad.
Sabios
y eruditos de todas las épocas han afirmado que la ignorancia era la raíz y el
tallo de todos los males. Como ejemplo más expresivo de esta idea, me quedo con
Sócrates, quien decía que la diferencia entre un hombre sabio y uno ignorante
es la misma que entre un hombre vivo y uno muerto. Un tanto radical la
comparación, pero no anda desacertado el filósofo. Quizá exagere, pero subraya
la diferencia esencial entre uno y otro. Un hombre que conoce, que es
consciente de sí, realmente vive (incluyan aquí todas las vicisitudes posibles
que puedan acontecer en su vida). Un ignorante se parece más a lo que en mi
pueblo llaman ser un tonto en mitad de un carril. Más que vivir,
simplemente existe.
La
ignorancia, entendida como estupidez, como
desconocimiento lo realmente importante en la vida, difícilmente puede aportar
la felicidad. La ignorancia es más evasión o escape de las circunstancias, que
afrontamiento de las mismas. Nos limita como personas, sabotea nuestro
crecimiento interior porque impide al individuo construirse como tal. Limita
seriamente la capacidad de manejarnos y de manejar las situaciones sociales que
necesariamente hemos de abordar diariamente. En definitiva, nos incapacita de
dirigirnos de forma recta. Renunciar a ser sapiens nos hace menos
humanos. Dicho de otra manera, la inteligencia fue la que nos hizo humanos.
A la
capacidad del ser humano de administrar la información/conocimiento disponible,
la interna (estados emocionales o percepciones, por ejemplo) y la externa (todo
lo que sucede ahí fuera), se le denomina conciencia.
Cuando
hablo de información o conocimiento, aplicados al individuo, hay que entenderlo
en su sentido más amplio. No tiene nada que ver con haber cursado carrera, ser
un empollón o un erudito. Recuerdo a más de un compañero de facultad que pasó
por la universidad, pero esta no pasó por él o ella. De la misma manera,
conozco personas sin formación ni estudios que muestran una envidiable
conciencia de sí mismos. El conocimiento no consiste en una simple acumulación
de datos o un acopio de información, si no en su aplicación efectiva. En
usarlos para reflexionar, operar con ello en nuestra cabeza y construir algo.
La
memoria, el razonamiento, el lenguaje, la imaginación,... y todas esas
fabulosas herramientas que posee nuestro cerebro, utilizan esos conocimientos,
información, percepciones recuerdos, etc., que nos son propios. De esta manera,
permite que de nuestra mente emerja la conciencia. La capacidad de ser consciente
de uno mismo, y así mismo, la
conciencia social. No podemos olvidar nuestra naturaleza dual, individual y
social.
Ese
talento, que nos permite pensar sobre nosotros y nuestro entorno, nos faculta
para encontrar soluciones a la hora de cubrir nuestras necesidades. Pero
también para explicarnos el mundo, la vida. Para tratar de entender su orden (y
también su desorden). Particularmente a
la hora de asumir las adversidades, sufrir fatalidades, aceptar nuestra
finitud, reconocer nuestro limitado margen de maniobra, etc. La conciencia nos
permite quitarle hierro al asunto de vivir. Relativizarlo, en la medida de lo
posible.
En el
fondo, solo estamos hablando de admitir y acatar el axioma nº1 de nuestra
existencia: La vida manda, no nosotros.
Se
trataría, pues, de aprender cómo funciona, la vida, la que nos contiene en su
interior. No de que ella funcione según nuestras reglas o preferencias. Estas
suelen ser fruto de un antropocentrismo trasnochado, y su consecuencia es
confundirnos y frustrarnos.
Llegados
a este punto, la postura que entiendo más razonable para afrontar la vida sería el
optimismo. Eso sí, un optimismo realista.
Una
actitud basada en la conciencia de lo que hay, en virtud de la cual, podamos
darle a un sentido y aspirar a ser felices. Eso sí, moderadamente felices.
Un saludo y cuídense. Igual
no les sirve de mucho, pero no olviden que siguen contando ustedes con todo
mi aprecio.
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