Tenía yo nueve años cuando comprendí que la soledad hay que ganársela. Un niño
del barrio,
desordenadamente alegre, decidió que iba a venir a jugar conmigo. A
mi casa y sin consenso. Yo le respondí que no hacía falta, pero,
dada la dimensión de su alegría natural, el mensaje no caló.
Conforme avanzó la mañana, le pedí que se fuera unas cuantas
veces. Me ignoró. A eso del mediodía, harto de verle toquetear mis cosas,
abrí la ventana, lo cogí en volandas y lo tiré a la calle. Por
suerte, no había una gran altura. Después le arrojé el abrigo y
cerré. Entonces, cuando creía que iba a empezar a sentirme
culpable, me sentí bien. Sentí paz. Sentí
la calma inmensa de la soledad.
Al
poco tiempo, una vecina me
trajo a su nieto. También para jugar. Era una tarde de junio y en
los planes de la mujer estaba que nos hiciéramos amigos y pasásemos
el verano
juntos.
Juntos. Tres meses. Me pareció una idea aterradora y calibré al
nuevo niño para lo de la ventana. Imposible; era más fuerte que yo,
más bruto que yo y no hacía falta ser Einstein para saber que se
había peleado más veces que yo. Asentí y respondí: «Vale,
juguemos. Yo juego a pasear». «¿A
pasear?»,
preguntó. «A pasear», respondí.
Lo
tuve al pobre paseando hasta la noche por los prados más inhóspitos
que conocía. Paseamos hasta
el límite humano
del aburrimiento. Yo no podía más, pero fingía gozo ante la hierba
o los caracoles. Ni si quiera le tiramos una piedra a un vaca. Una
hora. Dos. Cinco. Desolado, preguntó: «¿Y siempre haces esto?».
«Sí, siempre», respondí. Obviamente, no
volvió.
Entonces
no lo sabía, pero había empezado a sentir la presión social en
contra de la soledad. Presión que me llevaría años después a
ejercerla de tapadillo, a poner excusas, a sentirme raro y hasta a
negarme a ella. Y no. Ha llegado el momento de decir basta. Porque la
soledad no se ejerce contra nadie, sino a favor de uno. No somos
raros, ni asociales, ni antipáticos. Somos solitarios. Y es bueno.
Decidir
estar solo es premiarse con uno mismo. Es un tributo. Es regalarte un
pedazo de ti a ti. Es un acto de amor. Estar con los demás es bello,
y las mejores cosas de la vida nos suceden en compañía. Pero
necesitar una cosa no implica renunciar a la otra.
Yo
no conozco paz ni descanso ni reflexión como las solitarias. Y lo
reivindico. Y os digo a los solitarios que aún no hayáis salido del
armario que no estáis solos. Bueno, solos sí estáis, pero no sois
raros. Somos legión. Lo que pasa es que somos la única legión del
mundo que, si se juntase, se molestaría a sí misma. Y, claro, los
demás se aprovechan y nos atacan por ese flanco. No nos rindamos.
Javier
Gómez Santander. "Elogio de la soledad".
Revista
PAPEL
(Abril
2017)