Cuando mencionamos el concepto de trauma psicológico se nos vienen a
la mente una serie de síntomas bastante amenazadores y nada gratos:
ansiedad o angustia, irritabilidad, falta de concentración,
arrebatos emocionales, reacciones disociativas, flashbasck y/o
pesadillas, etc. Uno de los síntomas más inhumanos, a pesar de su
sutileza, y en mi opinión el más devastador, suele pasar
desapercibido entre los anteriores. Me refiero a la insensibilidad a
la vida; a la terrible condena de no poder disfrutar de la
experiencia vital.
Por comparación, y así, al pronto, no parece un efecto
particularmente cruel. Desde luego, nada lacerante, y podría
pensarse en él como una consecuencia casi neutral del trauma. El
agua, de por sí, tampoco lo es, pero piensen en la tortura china de
la gota de agua: una gota cayendo sobre su frente cada cinco
segundos; una tras otra, sin prisa pero sin pausa: minuto a minuto,
hora tras hora... O piensen en la tortura blanca. No aparenta ser una
restricción demasiado seria que se nos prive de dormir, pero con el
paso de los días se sufren problemas cognitivos, estados
confusionales, afecciones del estado de ánimo, alucinaciones, entre
otros (no en vano ha sido una técnica usada con los prisioneros tras
el 11-S, ha reconocido por la CIA).
Mis amigos me etiquetan con frecuencia de disfrutón, palabra que no
recoge el diccionario de la RAE, pero que me parece bastante
descriptiva: intento sacarle partido a las oportunidades que ofrece
la vida y trato de maximizar esa gratificación o placer. Saber
disfrutar de las cosas, ser capaz de saborear la vida, es una
capacidad a la que no se le presta atención, que, de hecho,
considero que está infravalorada. Damos por supuesto que todo el
mundo puede disfrutar de las cosas buenas de la vida.
Pero no.
No es así.
No todas las personas pueden disfrutar de la vida.
Algunas víctimas de traumas psicológicos, en su lucha interna por
evitar esas torturantes reminiscencias de la agresión, tratando de desahuciar a ese inexorable enemigo, prueban con las tretas o
estrategias que tienen disponibles: abuso del alcohol o cualquier
otro tipo de drogas (incluyendo psicofármacos), implicarse en
actividades de riesgo, sumergirse en el trabajo para lograr un efecto
distractor, comportamientos compulsivos o autolesivos, etc. Algunas de ellas pusieron en práctica otra
estrategia, intentado eludir o atenuar el sufrimiento de esas
percepciones o sensaciones traumáticas amortiguando sus sentidos,
minimizando su capacidad de sentir. Sin embargo, el coste de esta
estrategia de afrontamiento es muy alto: también dejaban de apreciar
las impresiones, impulsos o emociones positivas, impidiéndose de
esta manera sentir de todo aquello que hace grata la vida, lo que
hace que la vida sea disfrutable.
Las personas severamente traumatizadas aprendieron a evitar las
señales de alarma que su organismo disparaba (al interpretar aquel
trauma como vivo y presente) tratando de ignorarlas, adormeciendo sus
sentidos, disminuyendo su conciencia de sí mismos. Al tratar de
insensibilizarse de aquellas espantosas sensaciones, perdieron su
capacidad para reconocer sus impresiones internas, sus sensaciones
corporales, por tanto, anestesiaron también su aptitud para sentirse
vivos, para apreciar la vida.
Se habla mucho del sufrimiento y la tristeza; la depresión o la
ansiedad son trastornos que no dejan de aumentar en el primer mundo.
Pero no me parece menos terrible la condena de vivir la vida sin
poder sentirla, sin poder apreciarla ni darle significado.
En este sentido, la labor de la víctima debe ir encaminada a
empoderarse adquiriendo la capacidad de conciencia suficiente para
enfrentarse a esas percepciones sensoriales internas, entrenarse en
el aprendizaje de saber soportarlas, y posteriormente, lograr integrarlas en su biografía. Para que su organismo logre sentirse
seguro y protegido; en calma, para volver a conectarse a la vida.
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