jueves, 2 de mayo de 2019

46#. Lo peor del trauma no es lo más evidente.

Cuando mencionamos el concepto de trauma psicológico se nos vienen a la mente una serie de síntomas bastante amenazadores y nada gratos: ansiedad o angustia, irritabilidad, falta de concentración, arrebatos emocionales, reacciones disociativas, flashbasck y/o pesadillas, etc. Uno de los síntomas más inhumanos, a pesar de su sutileza, y en mi opinión el más devastador, suele pasar desapercibido entre los anteriores. Me refiero a la insensibilidad a la vida; a la terrible condena de no poder disfrutar de la experiencia vital. 



Por comparación, y así, al pronto, no parece un efecto particularmente cruel. Desde luego, nada lacerante, y podría pensarse en él como una consecuencia casi neutral del trauma. El agua, de por sí, tampoco lo es, pero piensen en la tortura china de la gota de agua: una gota cayendo sobre su frente cada cinco segundos; una tras otra, sin prisa pero sin pausa: minuto a minuto, hora tras hora... O piensen en la tortura blanca. No aparenta ser una restricción demasiado seria que se nos prive de dormir, pero con el paso de los días se sufren problemas cognitivos, estados confusionales, afecciones del estado de ánimo, alucinaciones, entre otros (no en vano ha sido una técnica usada con los prisioneros tras el 11-S, ha reconocido por la CIA).



Mis amigos me etiquetan con frecuencia de disfrutón, palabra que no recoge el diccionario de la RAE, pero que me parece bastante descriptiva: intento sacarle partido a las oportunidades que ofrece la vida y trato de maximizar esa gratificación o placer. Saber disfrutar de las cosas, ser capaz de saborear la vida, es una capacidad a la que no se le presta atención, que, de hecho, considero que está infravalorada. Damos por supuesto que todo el mundo puede disfrutar de las cosas buenas de la vida. 




Pero no.

No es así.

No todas las personas pueden disfrutar de la vida.

Algunas víctimas de traumas psicológicos, en su lucha interna por evitar esas torturantes reminiscencias de la agresión, tratando de desahuciar a ese inexorable enemigo, prueban con las tretas o estrategias que tienen disponibles: abuso del alcohol o cualquier otro tipo de drogas (incluyendo psicofármacos), implicarse en actividades de riesgo, sumergirse en el trabajo para lograr un efecto distractor, comportamientos compulsivos o autolesivos, etc. Algunas de ellas pusieron en práctica otra estrategia, intentado eludir o atenuar el sufrimiento de esas percepciones o sensaciones traumáticas amortiguando sus sentidos, minimizando su capacidad de sentir. Sin embargo, el coste de esta estrategia de afrontamiento es muy alto: también dejaban de apreciar las impresiones, impulsos o emociones positivas, impidiéndose de esta manera sentir de todo aquello que hace grata la vida, lo que hace que la vida sea disfrutable.



Las personas severamente traumatizadas aprendieron a evitar las señales de alarma que su organismo disparaba (al interpretar aquel trauma como vivo y presente) tratando de ignorarlas, adormeciendo sus sentidos, disminuyendo su conciencia de sí mismos. Al tratar de insensibilizarse de aquellas espantosas sensaciones, perdieron su capacidad para reconocer sus impresiones internas, sus sensaciones corporales, por tanto, anestesiaron también su aptitud para sentirse vivos, para apreciar la vida.



Se habla mucho del sufrimiento y la tristeza; la depresión o la ansiedad son trastornos que no dejan de aumentar en el primer mundo. Pero no me parece menos terrible la condena de vivir la vida sin poder sentirla, sin poder apreciarla ni darle significado.



En este sentido, la labor de la víctima debe ir encaminada a empoderarse adquiriendo la capacidad de conciencia suficiente para enfrentarse a esas percepciones sensoriales internas, entrenarse en el aprendizaje de saber soportarlas, y posteriormente, lograr integrarlas en su biografía. Para que su organismo logre sentirse seguro y protegido; en calma, para volver a conectarse a la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario