El fallecimiento del irremplazable Antonio Gala fue una noticia que me asaltó por sorpresa (aunque, ciertamente, de qué otra manera podría haber sido). Atareado en la cocina, escuché la mala nueva en la radio. Mi reacción fue quedar en suspenso, como congelado, durante unos instantes, tras los que reanudé mi tarea culinaria. Supongo que ese es el tiempo que dedicamos hoy día a aquellos hitos relevantes que suceden, pero caen fuera de nuestra esfera vital inmediata. Algo parecido me ocurrió con el deceso de Tina Turner, apenas dos o tres días antes. Provocó un detenimiento momentáneo de toma de conciencia de la noticia; pero tras recordar alguno de mis temas favoritos y escuchar anécdotas varias de su vida, quedó depositada en la fosa común de lo cotidiano.
Pero con Gala fue distinto. Aquella primera impresión de ensimismamiento gélido pareció pasar, sin más lamento que el de la pérdida del sentido del humor más elegante y punzante de que he disfrutado. Y el proceso, en realidad, solo estaba empezando. Como la picazón de un mosquito, que al principio pasa desapercibido, es poco a poco cuando notas que ese picor va aumentando sin detener su progresión.
Admirado, querido y respetado. Intimo a pesar de su popularidad, cercano a pesar de su aparente hieratismo (de haber nacido inglés, indudablemente sería el paradigma de la flema británica), su pensamiento le delataba como poseedor de una conciencia librepensadora, y por encima de todo, de una personalidad vitalista.
Al día siguiente me desperté recordando mis lecturas de juventud: sus artículos, libros, entrevistas,... De todas ellas bebír y todas ellas dejaron poso, en su momento. Independientemente del gusto literario que se tenga, y Gala puede ser extremadamente poético (tan almibaradamente espiritual que eche para atrás), sus reflexiones sobre la vida, no. Esas no. Esas nunca me dejaron indiferente.
Como maestro de vocaciones se convirtió en eso, en un guía de los que en aquella época éramos jóvenes inexpertos, ("herederos" quizá sería una palabra más de su agrado). En más de una ocasión tuve la sensación de que aquel escritor acababa de definir algo que yo sentía pero no sabía, o aún no podía, describir; como cuando buscas denodadamente una palabra y alguien te regala el concepto o la descripción exacta que necesitabas. De hecho, más de una de ellas pasó a engrosar ese bagaje personal que todos tenemos (o deberíamos tener) de "creencias esenciales" sobre la vida.
Me dediqué a rebuscar por carpetas y archivos, por discos duros llenos de publicaciones, tiré de internet... pero no logré encontrar una de las citas que más me marcaron, de manera que tendré que reformularla con mis palabras: "De joven me dejé seducir, como no, por la belleza. Cuando fui creciendo empezó a resultarme más atractiva la inteligencia. Con la madurez me di cuenta de que la cualidad más valiosa de una persona es la bondad".
De manera que, igual que un líquido corrosivo avanza imparable, el aguijonazo de su recuerdo fue permeando lentamente a través de capas de mi memoria, abriendo espacios olvidados, desempolvando ideas que quedaron aletargadas en algún rincón. Apareció, así, un extracto de una de las muchas entrevistas que mantuvo con Jesús Quintero. ¿Qué es lo más inteligente que se puede hacer en esta vida?: "Salir de esta especie de laberinto en el que nos han metido. Una vida que no es la nuestra y que no es la mandada, que es una organización que necesita esclavos para seguir manteniendo la pura organización que necesita esclavos, y así hasta el final. Salirse de esa cadena terrible, desencadenarse, a riesgo de la soledad, de la falta de comprensión, pero irse un poco al campo, en el mejor de los sentidos, y salir de esa extraña y monótona esclavitud de cada día".
Una sensación extraña, esta de observar como antiguas reflexiones afloran de manera autónoma, sin que tú tengas control alguno, a pesar de estar sucediendo todo en tu propia conciencia. Igual conduciendo en el coche que de camino al trabajo, sacando la basura que empezando a conciliar sueño. "Nuestra necesidad primera es ser uno mismo. Y es mejor que lo seamos sin auxilios ajenos, tan mediatizadores. Ser uno mismo y ser feliz: qué proyecto de vida. Quizá la fuente de la felicidad, si es que la tiene, esté en nuestro interior. Quizá consista en preservar el propio yo, no otro, y no en ser nunca otro por bueno que parezca. Quizá consista en aceptarse reflexiva y dócilmente como se es, y desplegarse".
Vuelvo después a la realidad, al quehacer del momento, hasta que un rato más tarde me doy cuenta de que esa labor de escaneo continua. Como si hubiera activado un programa antivirus del ordenador, avisa de que ha identificado otra. En esta ocasión, una de sus reflexiones más lúcidas. ¿Dónde está la felicidad? "Yo hace tiempo que no la busco. Me pasa como con el amor, supongo, que si el amor tiene que volver otra vez a mi vida, tocará a mi puerta. La felicidad, igual. Ya vendrá si tiene que venir, y si no, que la zurzan, porque tampoco es imprescindible, para mí ya es imprescindible otra cosa, que es la serenidad. Y poco a poco, yo que creí que la serenidad era una cosa de serenos, de esos que antes estaban por las calles pregonando la hora y abriendo las puertas, ahora comprendo que la serenidad es sentirse como una pequeña tesela de un gran mosaico. Prescindible, mínima, confusa, pero en su sitio".
Sigo con la incógnita de cómo el recuerdo de Antonio sigue permeando, de cómo va penetrando en zonas insospechadas de la memoria y redescubriendo los regalos que nos hizo.
Celebrando todos y cada uno de ellos; de hecho, ahora ya con la esperanza íntima de que continúen explotando por sorpresa, como pequeños fuegos artificiales, tan brillantes meditaciones; aquellas que hace tiempo, él, permitió que hiciéramos nuestras.
"Que nos coja la muerte andando, de pie, que se diga de nosotros que 'murió vivo'. Ese es el mejor epitafio"
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