miércoles, 18 de septiembre de 2013

McFly... ¿Hay alguien en casa, McFly?



Lucía un sol espléndido. No debería haber sido así, puesto que los anteriores días fueron lluviosos, preludio del inexorable cambio de estación. Pero aquel día amaneció raso, y a media mañana se mostraba insolentemente luminoso. 

Me encontraba sentado, en un banco público, en una pequeña placita de la ciudad en que pretendía continuar mis estudios, Granada. El sol pegaba con fuerza, como si hubiéramos vuelto a la canícula estival. La temperatura ambiente estimulaba a los turistas a pasear, a tomar tapas y cañas en los bares circundantes, incluso a alguno, a sentarse en el mismo banco que yo. Pero yo no podía prestarles atención. Me encontraba absorto en mi circunstancia, en mis pensamientos, que inadvertidamente se habían ido estancando, petrificando, casi empezado a fosilizar.

“Sonríe cuando te vayas a fosilizar, que no piensen luego que lo has pasado mal” cantaban los Siniestro Total. Pero hay momentos en que no puedes ocuparte de la compostura, del “saber estar”, que dice mi madre. Aquel era el caso. 

Me sentía con ese mal cuerpo que se te queda cuando la selección española pierde la final del campeonato en el último minuto de la prorroga, y además, por culpa del árbitro. Como Superman con un traje confeccionado con kriptonita. Conocen ustedes esa sensación de ir perdiendo irremediablemente las energías, de forma lenta pero constante, como uno de esos pinchazos en la rueda del coche que no dan la cara hasta que al día siguiente llegas al garaje y la encuentras completamente desinflada. Pues esa misma, pero lo que perdía no era el aire sino el ánimo, la ganas; la ilusión, si quieren llamarlo así. 

La vida bullía alrededor, pero y yo no podía unirme a la fiesta. Dentro de mí el paisaje era bastante más desolador, y frío; una persistente nevada (copos de consternación) congelaba mis fuerzas, mientras  una fina capa de escarcha comenzaba a cuajar sobre mi ánimo. 


 Acababa de bajar del organismo oficial (no recuerdo ahora mismo si fue la facultad o el rectorado). Llegaba de su Secretaría, en donde había tenido un rifirrafe con el (incompetente, en este caso) funcionario de turno. Dadas mis limitadas destrezas asertivas en aquella época, quizá pecara de optimista al pensar que subsanarían el error. Efectivamente, no lo hicieron; y allí mismo, en sede oficial, me informaron: Me habían denegado la beca de estudios. 

El desastre se había completado. Aquella noticia me sentó como un jarro de agua fría, por no emplear la expresión de la patada en la zona inguinal. Aquello fue un mazazo que no me esperaba. Aunque ahora que lo pienso, quizá sí. Quizá fuera previsible que esto sucediera, pero yo mismo no quisiera verlo. 

Recuerdan cuando éramos críos y al asustarnos con el famoso coco (hombre del saco o psicópata comeniños de turno), en vez de huir se nos ocurría la brillante estrategia defensiva, maniobra evasiva clásica por otra parte, de taparnos la cara con las manos para no verlo. La lógica infantil es obvia: si no veo al coco, el tampoco me podrá ver. Creo que se le llama pensamiento mágico. 

Quizá suene ridículo, pero si tratamos de ponernos en la piel de aquel niño/a: ¿A dónde coño huye un crío de un peligro que desconoce por completo? Reconozcamos que, con 4 o 5 años, los recursos de que dispone uno para enfrentarse a aquel tipo eran bastante precarios.

Ni siquiera me estoy refiriendo a los económicos (que ya doy por sentado que eran cero) sino que, intelectualmente, no daba uno para replantarse la situación de manera racional:
"Un coco devorador de niños, que lleva toda la vida actuando ¿Y todavía no lo ha pillado la poli?" o "¿Porque va a venir precisamente a por mí? Si algo hay de sobra eran niños". Teniendo en cuenta que sociológicamente vivíamos en la época del Babyboom, había chiquillos por todas partes. Como decía Wyoming, “en donde quiera que miraras había niños. Los padres discutían en casa, y debajo de la mesa había un crío. Se iban al cuarto de baño para continuar, y en la ducha había otros dos,…” Y lo más sospechoso "¿justo cuando me porto mal, viene el lunático ese a por mí? Que, oye, un coco es un psicópata, como el de Vienes 13 o La matanza de Texas; mata sistemáticamente, no tiene preferencias". No, a esa edad no se dispone de las estructuras neurológicas y, por extensión, tampoco el desarrollo cognitivo necesario para razonar y llegar a conclusiones tranquilizadoras. 

Pero nuestro desarrollo físico o motor tampoco andaba mucho mejor. Las estrategias básicas de afrontamiento de cualquier vertebrado superior ante una amenaza son básicamente dos: la huida o el enfrentamiento. Desde algún recóndito lugar de nuestro interior, llámenlo intuición si quieren, algo nos decía que a la carrera no le íbamos a ganar al infanticida ese (que además estaba bastante curtido en estas lides). Y enfrentarnos a él, dada nuestro potencial muscular, tampoco era algo que nos diera mucha confianza. Por lo tanto, la reacción final era la de quedarnos quietos (conducta de freezing que dicen los entendidos) para, con un poco de suerte, confundirnos con el entorno y que no nos descubriera. Fuera rezando compulsivamente, o verbalizando “que no me vea, que no me vea”, o incluso confiando en poder desarrollar espontáneamente la capacidad de mimetización del camaleón o el calamar (no, no existen límites en el mundo de fantasía infantil). 

La cuestión es que, como táctica para un crío, no la veo descabellada. No obstante, para un veinteañero, como dicen los mayores, con el escroto velludo (bueno, lo dicen de una manera más bruta), dejaba mucho que desear. 

Pero esa no era mi preocupación en aquellos momentos. Me habían denegado la beca, con ella la posibilidad de estudiar fuera de casa. Y haber estudiado aquel año en la ciudad nazarí, que parecía tomada por los estudiantes, había sido para mí toda una revelación, una epifanía. No sé si les parecerá que exagero (que tengo cierta tendencia) pero les puedo asegurar que la sensación que tuve al vivir allí fue la de haber descubierto el mundo. 


Y ahora, un puñetero error burocrático me condenaba a abandonarlo.

Y entonces, noto que alguien se detiene enfrente de mí. Si hubiera tenido ánimo para dirigirme a aquella persona le hubiera dicho algo parecido a lo que le soltó Epicuro a Alejandro Magno cuando le tapaba el sol. Pero antes de poder reaccionar escuché una voz que me llegó como un cañonazo: “Tío, ¿Qué haces aquí?”. La educación recibida en casa me impedía obviar una presencia humana, y mucho menos ignorar un requerimiento. Así que adoptando una sonrisa prefabricada (de esas que hemos entrenado tanto durante nuestra vida) y tratando de ocultar mi abatimiento, le dirigí la mirada. Era Charo, una chica de mi pueblo, algunos años mayor que yo. Llevaba tiempo sin verla por allí así que supuse debía estar estudiando fuera. “Bueno…” balbuceé. “Aquí, que iba a matricularme….”. “De puta madre, tío” interrumpió con brío. “Te lo vas a pasar muy bien aquí. Esta ciudad tiene un encanto singular…”. “Ya… –la interrumpí yo-, pero es que tengo un problema con la beca. Me la han denegado”. 

Y entonces sucedió. 

Charo me miró fijamente y, sin despeinarse, comenzó a disparar todo lo que pensaba. Como los buenos sicarios, por sorpresa y a quemarropa. Aunque sé que su intención no era esa, en poco rato corneó y revolcó toda mi vergüenza torera. Aquel día recibí la tunda, el varapalo, más contundente que recordaba en mi corta historia. Y mira que, en casa, había recibido unos cuantos. Pero aquel eran diferente. En casa se referían a mi deber como adulto, a mis obligaciones como hijo, etc. Pero su diatriba era distinta; ella apelaba a mi dignidad, a mi conciencia, a mi propia estima.

“Pero tío ¿qué me estás diciendo? Que te echan para atrás la beca y te vas a quedar ahí sentado, como un pasmarote”, “Pero peléalo, hombre”, “Presenta una reclamación”, “Cómo te crees que yo estoy estudiando aquí”, “Que esa gente no es infalible. Se equivocan y tienes que ser tú el que los ponga en su sitio”…

Sinceramente, no recuerdo con exactitud las palabras que me dirigió, pero lo que recuerdo perfectamente (lo haré hasta el día en que me muera) fue el tono y la intención de aquella arenga. No puedo decirles si constó de tres frases o fue todo un discurso. Tampoco si me insultó o espetó algún taco (poco me importaba). Solo sé que aquella proclama tuvo un efecto incendiario dentro de mí.
Súbitamente cesó la nevada interior de autocompasión, el ánimo se descongeló al instante, y mi tono vital renació enardecido. Con la misma decisión con que Clint Eastwood decide acabar con los asesinos de su amigo en “Sin perdón”, con el mismo ímpetu que Marty McFly por fin se lanza decidido a declarase a Lorraine o Asterix recién dopado contra los romanos, incluso (si me apuran) con la misma inquina con que se lanzaba a machacar a su contrincante Brad Pitt en “Snatch: Cerdos y diamantes”, por fin, reaccioné.

Me despedí de ella infundido de ánimo combativo y ardor guerrero, aparte de la mala leche que genera el pundonor pisoteado (para mayor escarnio, públicamente, que más de un guiri cuando la viera espetarme con tanta vehemencia pensaría que acababa de confesarle a mi novia que había estafado a sus padres o le había ocultado que tenía otra familia, o algo por el estilo). Y me lancé, envalentonado, hacia la secretaría. Dispuesto a quemar el edificio. Con el indolente funcionario dentro, amordazado y atado a su silla. Y la puerta de entrada bien atrancada (para cuando llegaran los bomberos).

Y lo peleé.

Y me dieron la beca.

Y estudié mi carrera.

Y no, no quemé nada ni destrocé a nadie.

Y sí, continúo explorando el mundo que descubrí.



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