Me habían pedido que examinase a un
chico de 15 años cuyos comportamientos parecían sorprendentes. Vi llegar a un
pequeño pelirrojo de piel blanca, vestido con un pesado abrigo azul con cuello
aterciopelado. En pleno junio, en Toulon, resulta una prenda sorprendente. El
joven evitaba mirarme directamente a los ojos y hablaba tan quedamente que me
fue difícil oír si su discurso era coherente. Se había evocado la
esquizofrenia. Al hilo de las charlas, descubrí a un muchacho de carácter muy
suave y a la vez muy fuerte.
Vivía en la parte baja de la ciudad, en
una casa con dos habitaciones situadas en pisos distintos. En la primera, su
abuela se moría lentamente, víctima de un cáncer. En la segunda, su padre
alcohólico vivía con un perro. El pequeño pelirrojo se levantaba muy temprano,
limpiaba la casa, preparaba la comida del mediodía y se marchaba después al
colegio, lugar en el que era un buen alumno, aunque muy solitario. El abrigo,
cogido del armario del padre, permitía ocultar la ausencia de camisa. Por la
tarde, hacía la compra, sin olvidar el vino, fregaba las dos habitaciones, en
las que el padre y el perro habían causado no pocos estragos, comprobaba los
medicamentos, daba de comer a su pequeña tropa y, ya de noche, al regresar la calma,
se permitía un instante de felicidad: se ponía a estudiar.
Un día, un compañero de clase se
presentó ante el pelirrojo para hablarle de una emisión cultural, emitida por
France-Culture. Un profesor que enseñaba una exótica lengua les invitó a una cafetería
para charlar del asunto. El jovencito pelirrojo volvió a casa, a sus dos
cochambrosas habitaciones, atónito, pasmado de felicidad. Era la primera vez en
su vida que alguien le hablaba amistosamente y que le invitaban a tomar algo en
un café, así sin más, para charlar sobre un problema anodino, interesante,
abstracto, completamente distinto de las incesantes pruebas que saturaban su
vida cotidiana. Esta conversación, aburrida para un joven inserto en un entorno
normal, había adquirido para el muchacho pelirrojo la importancia de un
deslumbramiento: había descubierto que era posible vivir con amistad y rodeado
por la belleza de las reflexiones abstractas.
Aquella hora vivida en un café actuaba
en él como una revelación, como un instante sagrado, capaz de hacer surgir en
su historia personal un antes y un después. Y el sentimiento era tanto más
agudo cuanto que el hecho de disfrutar de una relación intelectual no sólo
había representado para él la ocasión de compartir unos minutos de amistad,
así, de vez en cuando, sino que había supuesto, sobre todo, una posibilidad de
escapar al constante horror que le rodeaba.
Pocas semanas antes de los exámenes
finales de bachillerato, el chico pelirrojo me dijo: «Si tengo la desgracia de
aprobar, no podré abandonar a mi padre, a mi abuela y a mi perro». Entonces, el
destino hizo gala de una ironía cruel: el perro se escapó, el padre le siguió
tambaleándose, fue atropellado por un coche, y la abuela moribunda se apagó
definitivamente en el hospital.
Liberado in extremis de sus ataduras
familiares, el joven pelirrojo es hoy en día un brillante estudiante de lenguas
orientales. Pero cabe imaginar que si el perro no se hubiese escapado, el
muchacho habría aprobado el bachillerato a su pesar y, no atreviéndose a abandonar
a su miserable familia, habría elegido un oficio cualquiera para quedarse junto
a ellos. Nunca se habría convertido en un universitario viajero, aunque es
probable que hubiese conservado unos cuantos islotes de felicidad triste, una
forma de resiliencia.
«Hay familias en las que se sufre más
que en un campo de exterminio».
"Los patitos Feos" (2002)
Boris Cyrulnik
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Saludos