La indiferencia puede tentar, incluso más que eso, puede
seducir. Es mucho más fácil mirar lejos a las víctimas; es más fácil evitar
tales interrupciones groseras para nuestro trabajo, nuestros sueños, nuestras
esperanzas. Es, después de todo, una inconveniencia, estar implicado en el
dolor y la desesperación de otra persona.
Para la persona que es indiferente, su vecino no tiene
ninguna consecuencia y, por lo tanto, esa vida, carece de sentido. Sus preocupaciones
o incluso sus angustias visibles no tienen interés. La indiferencia reduce al
otro a una abstracción.
Allí detrás de las puertas de Auschwitz y Buchenwald,
sentíamos que ser abandonados por Dios era peor que ser castigados por él: era
mejor un dios injusto que indiferente. Para nosotros, ser ignorados por Dios
era un castigo más doloroso que ser una víctima de su cólera.
La indiferencia no es un principio, es un final. Y,
por lo tanto, la indiferencia es siempre el amigo del enemigo, beneficia al
agresor, nunca a su víctima, cuyo dolor se magnifica cuando él o ella se siente
olvidado.
Para el preso político en su celda, para los niños
hambrientos, para los refugiados sin hogar…, no responder a sus apuros, no
relevar su soledad ofreciéndoles una chispa de la esperanza supone exiliarlos
de la memoria humana. Y denegando su humanidad nos traicionamos a nosotros
mismos.
Discurso pronunciado por Eliezer
Wiesel en la Casa Blanca
Extracto de Millenium Lectures (12
de Abril de 1999)
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