La imaginación es un atributo intrínsecamente
humano, y decididamente crítico en nuestras vidas. No para poder
sobrevivir, obviamente, pero determinante a la hora de aportar
cualidad humana a nuestra existencia. Es posible que suene ampuloso
(y algo vago, también) decir que es la capacidad más extraordinaria
que poseemos, pero gracias a la imaginación podemos traer al espacio
abstracto de nuestra mente todo aquello que no está disponible en el
mundo real en un momento concreto.
Con la imaginación superamos nuestra realidad
para dejar de estar limitados al aquí y el ahora, permitiéndonos la
facultad de trabajar (eso sí, virtualmente, en nuestro cerebro) con
elementos que no están presentes. Piénsenlo con algo de
detenimiento: con la imaginación podemos revivir el pasado, ponernos
en el lugar de otra persona y empatizar con ella, o ser capaces de
anticipar el futuro al prever las distintas posibilidades que nos
ofrece. Anticiparnos, reflexionar, especular, conjeturar, hacer
suposiciones y adoptar distintos puntos de vista. ¿Es, o no es esto,
un superpoder?
Damos por supuesto que esta ventaja la poseen
todas las personas, pero no es tan así. Existe un escaso tanto por
ciento de individuos que nacen sin esta capacidad (afantasia) y,
sobre todo, un número incalculable de personas traumatizadas que ven
la vida de una manera esencialmente diferente a como la contemplamos
los demás. En post anteriores hemos hablado de algunos de estos
trastornos, entre ellos, que el trauma merma
la capacidad de imaginación de las víctimas. En concreto,
tienen la tendencia a imponer rígidamente su trauma en la
interpretación que hacen del mundo, de manera que encuentran problemas para
traducir los indicios de la realidad, para atribuir significados,
específicos y objetivos, a lo que sucede en su vida.
Si no disponemos de la capacidad de usar con
flexibilidad nuestra mente, si no podemos imaginar, nos vemos
privados de esta poderosa herramienta. La imaginación,
al ser usada para exponernos al evento traumático, permite romper
la asociación entre el estímulo y la respuesta emocional
condicionada, lo que promueve la disminución de síntomas. Al
repetir este ejercicio en nuestra mente, los afectados pueden aprender
a tener control sobre su ansiedad y desesperanza, entendiendo que
exponerse a dicha situación no conducirá ineludiblemente a la amenaza
temida.
A
través de la imaginación podemos construir formas de representar nuestra
realidad que
la
hacen más comprensible. Tengamos
en cuenta que poder
entender, percibir y contarnos el mundo como un algo coherente nos
proporciona
una
seguridad
imprescindible.
Esto
mismo puede suceder cuando lo
aplicamos a nuestras heridas emocionales, al narrarnos
los hechos que las provocaron.
Reconstruir un recuerdo provoca cambios en nuestro discurso según
la forma en que nos lo relatemos,
y por tanto, modificar
también la
emoción que
nos
suscita.
En
la
expresión del mundo íntimo encontramos una vía para mejorar el
control emocional, que
no consiste en
eludir
u
olvidar el evento traumático, ni
tampoco
de
edulcorarlo
o
negarlo.
Más
allá de escapar de él, la
persona lo
tiene presente porque explica muchas de sus actitudes o
comportamientos (en ocasiones, incluso lo
explota a través del arte, siendo capaz de comunicar estados
emocionales), pero
tratando
de normalizar la convivencia con esa memoria e integrándola en su
bagaje de vida.
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