El ego nos desconecta de los demás. Esta afirmación, que leída al pronto, puede parecernos liviana, incluso trivial, puede tener unos efectos devastadores en nuestra vida. En particular, en el sentido de nuestra vida. Un pequeño impacto en el parabrisas apenas deja una marca, pero es cuestión de tiempo que se convierta en una grieta y termine por fracturar todo el cristal. Por que ese desconectarse de los demás implica desconectarse de sí mismo.
Vivir en sociedad, en una comunidad, no es una opción. Es una necesidad, para todo ser humano que aspire a convertirse en persona. Me lo habrán leído en algún otro post por que estoy convencido de que es así. Aparte de nuestra supervivencia física, de el trato con nuestros iguales (incluyan aquí a familiares, amigos, conocidos,… pero de ninguna manera a sus contactos de las redes sociales) aprendemos creencias básicas para nuestra supervivencia espiritual y/o emocional. Aprendemos a confiar en los demás, aprendemos que la vida tiene un orden, que tiene un significado (independientemente de que lo hayamos encontrado o no), que somos personas válidas. Aprendemos a creer en la bondad humana y en la cooperación entre nosotros para prosperar.
Todo eso se pierde cuando el individuo se aísla.
En la antigua Grecia, uno de los castigos más severos era la condena al ostracismo. Al individuo que suponía una amenaza para el orden social, o directamente era perjudicial para la comunidad, se le expulsaba de la polis y quedaba solo, aislado. En la actualidad, son los individuos mismos los que se destierran a sí mismos de su vida real al vivir más dentro de internet que en su entorno natural.
Sea de manera inconsciente (como les sucedes a los menores de edad), sea buscando precisamente ese efecto, el acceso a las redes sociales, videojuegos, apps varias, etc. promueve su uso. Ese uso, indiscriminado e impable, se convierte en abuso, puesto que estos artefactos virtuales están diseñados para enganchar, para crear adicción. El resultado final es que cuanto más vivimos en internet menos lo hacemos en nuestra vida. Puede ser más recompensante, más cómodo, pero es insano y nos deteriora como seres humanos, por el simple hecho de que eso no es la realidad. Al desconectarnos de la vida real, cercenamos la vía principal con la que nutrimos nuestra humanidad. Quedamos como el ordenador que se desenchufa: alimentándonos solo de la batería. Y esa batería, de manera irremisible, se irá agotando. Nos vamos vaciando como personas.
Cuando estamos vacíos nos volvemos absolutamente vulnerables. Es cuando somos presa fácil de cualquier cosa que nos provea de alguna satisfacción, por superficial y banal que esta sea.
¿Y qué encontramos a nuestro alrededor? Consumo.
De todo tipo y en cualquier momento, el sujeto se ve abocado a un consumo, que inconcebiblemente no nos colma, no nos satisface aunque nos gratifique. De manera que seguimos consumiendo, sin saber muy bien por qué no es suficiente; por qué no nos sentimos satisfechos como persona; en un carrusel interminable que termina por consumirnos a nosotros mismos.
Este
es el peligro real de vivir en una realidad virtual: que crea sujetos
más parecidos a zombis (espiritualmente hablando) que a seres
humanos. Y si no, que se lo pregunten a los famosos hikikomori.
Recuerden las proféticas y acertadas palabras del malogrado David Foster Wallace:
"El egocentrismo nos lleva al vacío, y el vacío se cubre consumiendo; consumiendo productos de entretenimiento que al final acabarán consumiéndonos a nosotros."
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