lunes, 27 de diciembre de 2021

69#. La Serenidad es la sustancia de que está hecha la felicidad

Recientemente ha saltado a la opinión pública un caso de suicidio por su trascendencia mediática. Corrió como la pólvora la muerte de la actriz almodovariana y lo inexplicable del suceso. Los comentarios de allegados y conocidos eran los esperados, por que todos teníamos a Verónica por una persona alegre, alguien siempre dispuesto a ayudar, a reír contigo, incluso a acompañarte en tu sufrimiento si fuera necesario. Esas eran las cualidades que le atribuían: una persona que vivía la alegría de forma estentórea, igual que la tristeza cuando tocaba, activa y dinámica por naturaleza.

Lo que no tengo tan claro es si Veronica Forqué era una persona serena.



En estas fechas navideñas quiero hablarles de este oculto don al que apenas prestamos atención, y que sin embargo, estoy convencido de que es el material con que se elabora la felicidad. Ese estado emocional que nos estabiliza y equilibra, gracias al cual cual podemos construir un entramado emocional flexible pero estable.

Quizá en nuestra cultura haya sido denostado por aburrido o insulso, pero tengan en cuenta que en la sociedad occidental las emociones que se promueven y ensalzan son todas aquellas que venden, aquellas que son estimulantes y deseadas; en general, todas aquellas que alimentan nuestro ego (el reverso oscuro de la autoestima). De esta manera, quedan excluidas todas las demás, las denostadas, las que no deseamos, pero que inevitablemente también forman parte de nuestra vida.

Sin embargo, la cultura oriental se focaliza en la búsqueda de la armonía del ser humano con su entorno, con el universo. En este sentido, las diferentes prácticas taoístas, como las budistas, propugnan como estrategia la disolución del ego. En Occidente nos gusta demasiado mimar a nuestro yo más orgulloso, pero no somos conscientes de que desinflarlo y minimizarlo nos permite vivir con serenidad y encauzarnos hacia el centro de nuestro ser, ese más auténtico que todos llevamos dentro. En este sentido, la serenidad es una forma del ser, y quizá sea el estado que más necesitamos en estos tiempos convulsos de incertidumbre y desorientación. 



Si tomamos al mar, al océano, como el ser, podemos ver que cambia y adopta distintas formas según el día. En ocasiones el mar está revuelto, a veces agitado y otras tranquilo. Cuando se encuentra tempestuoso muestra enormes olas de cresta blanca, de varios metros de altura que rompen con furia sobre la costa. Estas olas serían la emociones que nos alteran y zarandean a lo largo de nuestra existencia, igual de signo positivo (euforia, apasionamiento, vehemencia,...) que negativo (abatimiento, desesperanza,...), y nos hacen perder el control, el equilibrio. Sin embargo, el estado de calma (chicha) denota un momento de quietud, paz y sosiego en que la mar está llana y no sopla el viento. Es el estado en que nos hallamos estables y podemos ver las cosas con claridad. Pero fíjense que, en cualquiera de estos estados, siempre hablamos del mismo mar. Y a diferencia del ejemplo, nosotros tenemos la potestad de manejar nuestros estados emocionales (como mínimo, intentarlo). Como dice el filósofo Lou Marinoff, "la felicidad no es una presa a la que haya que dar caza, sino una sensación de serenidad que reside en nuestro fuero interno".

A medida que van pasando los años y la rebosante energía vital de la juventud se va aplacando, es cuando podemos ver que la felicidad igual no es ese constante trasiego de altibajos emocional (por emocionantes y ensalzados que sean). Quizá tenga más que ver con centrar mi existencia desarrollando un carácter que me permita, por un lado, ver la vida con ecuanimidad, y por otro, evitar sufrimientos que no necesito en absoluto. Dos mil quinientos de filosofía taoista no pueden estar equivocados; menos aún, cuando han ayudado a tantas personas a encontrarse a sí mismos.



Estoy seguro de que Verónica debía ser consciente de esto tanto como de que debió intentarlo. Mi deseo llega tarde para ella, pero, en cualquier caso, mi deseo de Navidad para ustedes es, definitivamente, que puedan abrazar la virtud de la serenidad y la ejerciten para disfrutar plácida y tranquilamente de la vida.

martes, 30 de noviembre de 2021

68#. La vacunación contra el covid, o el dilema del conductor insolidadrio

Supongan que van conduciendo por su ciudad y de pronto ven un vehículo que se salta una señal de stop. Lo siguen y observan que sigue saltándose todas las señales que le parece, incluyendo semáforos en rojo. De continuar sin respetar las normas de circulación, será cuestión de tiempo que ese conductor ponga en peligro al resto de ciudadanos. Pueden imaginarse el susto que se llevarán a una pareja de ancianos cruzando un paso de cebra, pero igualmente podrían visualizar un choque frontal contra un monovolumen que transporte a una familia numerosa, incluido un recién nacido, con resultado de siniestro total. En cualquier caso, supongan que antes de suceder nada de esto, el infractor es detenido por la policía, y tras la amonestación reglamentaria, el individuo argumenta que está ejerciendo su libertad individual a conducir su coche. La pregunta subsiguiente es obvia: ¿les parece que tal argumento justifica su conducta al volante?

No hay más preguntas, señor juez.

 


Ahora vuelvan a hacer un ejercicio de imaginación. Sustituyan al conductor suicida por una persona que se niega a vacunarse contra el virus del covid, y háganse la misma pregunta.

Los seres humanos somos criaturas inherentemente sociales, y conformarnos en grupos supuso una formidable ventaja evolutiva a lo largo de milenios de existencia. Nos gusta afiliarnos a otras personas, nos gusta compartir con los demás. Dentro del grupo social dimos a luz a la maravillosa criatura del altruismo (beneficiar a alguien a costa de uno mismo) y, por extensión, de la reciprocidad (te doy algo esperando que tu me lo devuelvas posteriormente). De acuerdo con la hipótesis de la selección de grupo, el altruismo y comportamientos afines sobrevivieron en virtud de los beneficios que proporcionaban a sus miembros. Cuantos más individuos que se ayudan unos a otros constituyan un grupo humano, mejor funcionamiento interno entre sus miembros e incremento de su productividad, además de proveerles de una inestimable identidad, con su necesario sentimiento social de seguridad. En definitiva, el factor social no solo nos facilitó la existencia, sino que aportaba un claro valor de supervivencia a los sus integrantes.

Como en toda narración, antes o después, debe aparecer el antagonista. En nuestro caso, ese papel lo jugaba aquel individuo que no se ajustaba a la norma. Siempre han existido, y existirán, los sujetos que no aportan pero se benefician de sus iguales. Los aprovechados, los gorrones, ponían en peligro no solo la estabilidad social (la confianza en nuestros semejantes) sino la subsistencia de la misma comunidad.

Existió un tiempo en que la moral y la sociedad a que uno pertenecía tenía un valor preponderante. En muchas ocasiones, este era el bien supremo; nada era más importante que la tribu, el grupo, ni la propia vida, a la que naturalmente estamos vinculados. Los ciudadanos de aquellas sociedades aportaban su trabajo, se beneficiaban de las relaciones sociales, y llegado el caso, llegaban a sacrificarse luchando en la batalla. Durante la I Guerra Mundial, los hijos de aristócratas se ofrecían como voluntarios a luchar por su país, y en segundo conflicto bélico mundial, los jóvenes se alistaban a filas al llamado de su nación (recuerden el eslogan del tío Sam: "No te preguntes lo que tu país puede hacer por ti, sino lo que tu puedes hacer por tu país"). Proteger al grupo antes que a los individuos ha sido la estrategia evolutiva más exitosa, puesto que así también sobrevivían sus integrantes.


Pero desde hace unas décadas las sociedades más avanzadas empezaron a cambiar drásticamente. Con el advenimiento de la sociedad de consumo (o el siglo del individualismo, como rezaba el revelador documental de la BBC) el individuo empieza a destacarse sobre el grupo. El capitalismo comenzó a otorgar una prevalencia insólita al individuo, requisito imprescindible para que esta concepción socioeconómica prosperase. El consumo derivó en consumismo y la progresiva deificación del individuo sobre la comunidad ha seguido imponiéndose. Era solo cuestión de tiempo que asistiéramos al momento en que se enfrentaran los derechos del individuo contra los de su comunidad.

El dilema actual se centra en que disponemos de la herramienta para atajar al virus (vacuna) pero son ahora los individuos quienes deciden si la usan o no. No puedo dejar de imaginarme a los primeros pacientes que recibieron la penicilina diciéndole al médico que no lo tenían claro ("Mire usted, es que no me fio, así que me quedo con mi septicemia o infección masiva").

La vacuna contra el virus del covid es la mejor estrategia preventiva para vencerle, pero para que sea realmente efectiva, tenemos que vacunarnos todos los miembros de la comunidad (que tampoco es que nos están dando un fusil y obligándonos a luchar en ninguna trinchera). Ya les digo que yo preferiría no vacunarme, pero teniendo en cuenta que si no lo hago pongo en riesgo a todos los que me rodean, además de a mí mismo, la decisión a tomar cae por su propio peso.

Hasta tanto no se decida su obligatoriedad, vacunarse contra el covid es una opción personal. Un derecho tan legítimo como el de los vacunados a no ser contagiados por los que no lo han hecho (recuerden: 18 veces más probable infectar si no estás vacunado, y 25 veces más probable tu ingreso en la UCI).

Si les cuesta alcanzar la solución ética al dilema de vacuna sí/ vacuna no, resuelvan el conflicto del símil que les planteé al principio: Si alguien desea conducir sin ajustarse a normas, puede hacerlo en cualquier lugar donde no existan (en mitad del campo o en pleno desierto), pero no dónde pongan en riesgo a sus iguales, a aquellos que si respetan las normas estipuladas para poder convivir.

Nada le impide, a quien opte por no vacunarse, irse a vivir a una ermita, al bosque, o a cualquier lugar donde no ponga en riesgo a otros. 

Cómo sea, no olvidemos las lecciones de nuestro éxito evolutivo: nuestro derecho a la libertad individual empieza tras haber asegurado los derechos de la comunidad a que pertenecemos.

domingo, 31 de octubre de 2021

67#. Civismo: ¿Demsiado buenos o demasiado ilusos?

A veces sucede que me pongo intenso, y además, en una dirección que no me agrada. Sí, me da por ser mal pensado. Siempre he escuchado aquello de "piensa mal y acertarás", aunque soy consciente de que ajustar la psique en modo suspicaz no es particularmente sano para nuestro estado mental, y consiguientemente, emocional. Y sin embargo, cuando evalúo una premisa que (vaya usted a saber por qué se me ha metido en la cabeza), básicamente una inferencia carente de datos objetivos en que apoyarme, pero observo que a medida que se suman indicios, no solo no pierde consistencia sino que más bien parecen confirmar su validez, entonces se me levanta una ceja y se me frunce el ceño.



Un ejemplo de ello, un pensamiento que llevaba tiempo merodeándome la cabeza y se me ha colado hasta la cocina de mi conciencia, tiene que ver con el espíritu cívico que nos inculcan desde pequeños. Si hubiera de enunciarlo sería algo así como: "Tengo la inquietante impresión de que nos educan en la bondad y civismo para después aprovecharse de nosotros".

La cohesión social, fundamento de cualquier comunidad o sociedad, se basa en la confianza que tenemos los individuos del grupo unos en otros. Esta condición permite a la comunidad ser más que la suma de cada uno de ellos. Permite la cooperación y tener una identidad, además de hacernos sentir bien cuando cumplimos los preceptos que nos inculcaron precisamente para disponer de esa estabilidad.

Cuando miro a mi alrededor me encuentro personas que son, esencialmente, buenas. Seres humanos con aspiraciones moderadas y dignas (poder desarrollar una actividad, mantener una familia, alcanzar un nivel de bienestar razonable,...) que cumplen como seres cívicos, y no solo me refiero a pagar sus impuestos religiosamente a la hacienda pública. Por contra, no observo lo mismo en las instituciones públicas que deberían guiarnos en la dirección ética correcta (como la justicia, la política o la religión). Igual me estoy emparanoiando, o simplemente la información que me llega está sesgada, pero estos estamentos cuya misión debía ser limpiar, hacer brillar y dar esplendor a la conciencia cívica están revelándose como lobos con piel de cordero. No es que sean inoperantes, sino que atentan contra el bien común, puesto que parecen haber sido diseñadas para beneficiar a esa sempiterna minoría privilegiada situada en la cima de la pirámide social, más que para la mayoría de individuos, que conformamos la base de la misma.



El bochornoso espectáculo que nos ofrecen nuestros representantes públicos, marrulleando, intrigando y peleándose públicamente como críos en el patio del colegio (y con argumentos bastante similares a estos) no hace más que mermar nuestra confianza en la institución política. Que el propio presidente del tribunal supremo afirmara que la ley está hecha para los robagallinas pero no para aplicarse a los grandes defraudadores es algo más que inquietante, e igualmente asesta otro tajo al tronco de la confianza que tiene la ciudadanía en ella. Los miles de casos de pederastia que en los últimos tiempos se han descubierto en el seno de nuestra omnipresente institución religiosa atentan contra la esencia bondadosa en que (supuestamente) se fundaba la iglesia. Y podríamos seguir sumando ultrajes y perjuicios a ese olvidado factor, tan esencial como constitutivo de nuestra especie, que es el civismo.

Desconozco cuanto tiempo podremos seguir soportando esta descomposición institucional, ni las consecuencias que tendrá sobre la estabilidad social. Pero trato de observar qué tenemos en el otro platillo de la balanza, esa algo que me permita compensar, y el único consuelo que encuentro es saber que un político, juez o religioso corrupto, antes serlo ha debido corromper su persona, su base moral; ha dejado de ser una persona digna, por mucho cargo público o indumentaria oficial que luzca.




Mi padre siempre me dijo que no hay nada mejor que dormir con la conciencia tranquila. No puedo rebatir que me tachen de iluso, incluso naif, pero una persona que traiciona sus preceptos morales (que son los de su comunidad), que es consciente de cómo ha desnaturalizado su ética personal, podrá TENER; acumular y atesorar; pavonearse y ostentar. Lo que no podrá es SER: sentirse a gusto consigo mismo, respetarse a sí mismo, por mucho disfrace su apariencia. 

Espero que el insomnio tenga la categoría de severo, y no pueda tratarse por mucho Lorazepam que les prescriban.  

jueves, 30 de septiembre de 2021

66#. El yin y el yang, algo más que un concepto espiritual

Shymalan, en su película "El protegido", hace alusión directa al concepto: "¿En un cómic, sabes como se nota quien es el malvado? Es justamente el opuesto a al heroe. Y en la mayoría de las veces son amigos, como tu y como yo"


En el pensamiento occidental, la noción de opuesto es más ácida que la de complementario. Intuitivamente, entendemos que lo opuesto es algo que debemos combatir, mientras que la idea de complementariedad denota un apoyo, una ayuda. De esta manera, el primero genera un sentimiento aversivo contra el otro (enemistad), mientras que el segundo conlleva el de avenencia (amistad).

En una competición deportiva es frecuente contemplar al rival como el obstáculo a batir. Hay que ganarle, superarle, pasar a la siguiente fase... Se alienta el concepto de confrontacion y hostilidad, lo que fomenta una animadversión (consciente o inconscientemente) que solo genera emociones insanas. Desde la desconfianza a la antipatía, cuando no al odio directamente, todas son emociones dañinas. Y lo peor: gratuitas, esto es, innecesarias. La peor consecuencia de esta concepción es que contaminan nuestro estado de ánimo. Pero, insisto en el punto mencionado: estas consecuencias son absolutamente prescindibles, si cambiamos en enfoque o manera de interpretar la realidad.

Así se entienden el yin y el yang. Encajados en la filosofía oriental (taoísmo), se definen como dos fuerzas distintas pero que forman un todo. Expesan la noción de dualidad, y si bien se ven como figuras opuestas, no se etiquetan como enemigas, sino como complementarias.

 


Esto introduce un matiz nada despreciable respecto a la manera en que percibimos (y sentimos) nuestras circunstancias. No es igual que yo vea a mi competidor como un igual con el que medirme, que como un obstáculo que debo derribar. Si analizamos con detalle cualquier competición deportiva, observamos que el adversario es quien marca mis límites. Cuanto más lejos quiera lanzar la flecha, más tendré que tensar el arco; de la misma forma, cuanto mejor sea mi oponente, más me hará esforzarme para superarle, pero también para superarme. 

Finalmente, y es a donde quería llegar, de esta concepción tan constructiva derivan unas consecuencias emocionales relevantes: me entrego a la tarea, pongo mis habilidades a trabajar, estoy haciendo aquello para lo que sirvo,... estoy en el camino para alcanzar la plenitud o satisfacción.

Ahora vayan ustedes y cuéntenle esto a los miles de aficionados ingleses a la salida del estadio donde se jugó la final de la Eurocopa de este verano. O a cualquier otro espectáculo bochornoso vivido en cualquier los campo de futbol entre los aficionados acérrimos (por llamarles de manera educada) de cada equipo. Ninguna de las emociones que alimentan esos insultos, gritos y aversión al opuesto es sana, y desde luego no contribuyen a hacerlos mejor persona si no a embrutecerlos. 

Por contra, en otro tipo de competiciones, (las artes maricales son buen ejemplo; quizá el tenis pueda sernos más cercano) hay contrincantes que se centran en optimizar su ejecución, no en que el rival falle en la suya. Me viene a la cabeza ahora los variados duelos que han protagonizado Nadal y Federer en tanta finales de tenis. Centrados en esforzarse, en mejorar, y centrados en cooperar con su mejor yo, para superar al otro.

 


El yin es un complemento del yang, y viceversa. Al esforzarnos por mejorar, un oponente difícil no hará sino inspirar nuestra actuación. Si damos lo mejor de nosotros mismos, siempre ganamos, independientemente del resultado.

miércoles, 30 de junio de 2021

65#. Tan necesaria como denostada: la austeridad

La austeridad como estilo de vida dista mucho de la solución politico-económica que propugnan los gobiernos para capotear la crisis económica. La austeridad, como cualidad o fortaleza personal, se dirige al equilibrio y se erige sobre la mesura (tan poco valorada por los mass media), sin otra meta que alcanzar un estilo de vida sobrio. Un rasgo de personalidad que, me atrevería a decirles, no está exenta de un halo de elegancia, más centrada en la templanza que en la abstinencia, más relacionada con la moderación que con la abstinencia. 


Como no podía ser de otra forma, en un mundo orientado hacia el consumo, la austeridad se muestra como archivillano del héroe de un cómic cualquiera. Y no hace falta que la denigren o infravaloren en ningún mentidero público; ya nos la arrebatan durante nuestra crianza, educándonos para consumir. Cuando se ha establecido como hábito de vida, ya se ha interiorizado (o quizá sea más preciso decir inculcado) como norma. Difícil la tarea de arrancar un árbol de raíz cuando ha crecido. Una lástima que los negacionistas del coronavirus piensen que Bill Gates nos va a inyectar un chip en la vacuna contra el covid y no se percaten de cómo nos inoculan tan sutilmente el "chip" que nos convierte en siervos (cuando no esclavos) del consumo.

Pero a poco que echen la vista atrás, les será fácil observar que la austeridad ha sido la tónica en las sociedades que nos precedieron. Y no solo por que a la mayor parte de las generaciones precedentes no les quedara otra (recordemos que el estado de bienestar nació hace apenas unas décadas), sino por que la austeridad nos obliga a poner los pies en el suelo y nos coloca en nuestro tu sitio respecto a la vida. Alejandro Magno, que como personaje histórico y mente preclara, tiene su peso, expresó su admiración al mismo Diógenes. De hecho, cuando se entrevistó con el filósofo, confesó querer reencarnarse en él, a lo que fue preguntado: ¿Qué te impide ser como yo ahora?. Alejandro le contestó que tenía que conquistar el mundo. "Yo no he conquistado el mundo y no veo que necesidad hay de hacerlo" fue su respuesta. 

Hablando del cínico de Sinope, me viene a la mente el éxito desmesurado que están teniendo varios realityshows basados en la austeridad. Algunos, de hecho, lo llevan al extremo de la precariedad, que creo que ahí está la gracia (¿?). Seguro que recuerdan alguno de esos participantes abandonados en una isla que pasan incontables penurias para culminar el concurso. Vemos a estos personajes pasar vicisitudes y calamidades, entiendo que para entretener a la audiencia (de forma malsana, se me antoja) pero también mostrándonos un factor crítico: sí se puede. Se puede hacer. Podemos vivir con muchas más austeridad de la que creemos.

Mi sugerencia no llega a este extremo, desde luego, pero si revisan las cualidades que comporta un estilo de vida austero, igual se materializa en su mente una duda inquietante: ¿Y si precisamente ser austero es la vía para alcanzar una vida más plena y satisfactoria? 

"El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho." "Come poco y cena menos, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago." Cervantes, que sabía algo de la vida, ya dejaba traslucir en muchas de sus sentencias los beneficios de la vida austera. Y es que, psicológicamente, la austeridad nos aporta más de un beneficio:

-Mejora nuestra capacidad atencional al descartar distractores, a esos reclamos constantes que vampirizan nuestra atención y nos desvían de atender a lo necesario.

-Eliminamos el estrés generado al disponer de tantas cosas. Por no tener tiempo para usarlas, por compararnos con los que tienen más que nosotros, por envidiar aquello que aún no tenemos,...

-Ganamos un bien esencial: nuestro tiempo. A menos consumismo, menos tiempo perdido en tomar decisiones cotidianas ni preocupaciones materiales.

-Recobramos libertad. No sé si denominarla libertad psicológica o emocional, por que me refiero a esa precioso sosiego mental que recobramos. Las cosas nos atan, y en vez de disfrutarlas terminamos por someternos a ellas. Si nos desligamos, si nos alejamos del "tener" disponemos de más tiempo para el "ser". Para centrarnos en las relaciones sociales, en nuestros valores, en crecer como personas.

Aunque de todos, el beneficio esencial que le veo a la austeridad es que nos obliga a ejercer el autocontrol, y de aquí deriva que tengamos más dominio sobre nuestra vida, tener la lucidez suficiente para decidir sobre lo que queremos ser y lo que no

 

 

Recuerden al eterno Pepe Mújica, que renegaba de su probreza ("Dicen que soy un presidente pobre, pero no, no. Pobres son los que precisan mucho") y con su proverbial sentido común sentenciaba: "Si no puedes ser feliz con pocas cosas, no vas a ser feliz con muchas cosas".

lunes, 31 de mayo de 2021

64#. La invisble condena del desagradecido

Dicen que en EE.UU., te detienes en un semáforo, conduciendo tu flamante todoterreno, último modelo, rodeado de chicas y con el Dolby surround a tope, y el tipo que se para al lado, se gira hacia ti, te mira y te felicita. En nuestro país, dada la misma escena, el tipo de al lado se gira y después de mirarte piensa o te dice: "Menudo gilipollas ¿Quién se habrá creído que es?".


No es que apruebe el american style of life, por insostenible y un pelín arrogante, pero parece que, definitivamente, su pecado capital no es ser desagradecidos. La ingratitud es hija natural de la envidia y el engreimiento, prima por parte de padre de vanidad. Cervantes ya la consideraba uno de los peores pecados, por encima de la soberbia. Desagradecido es aquel que desconoce el beneficio que recibe, y de aquí deriva la actitud del ingrato, de su frustración por no recibir lo que espera. El quid de la cuestión es que, en muchas ocasiones, igual espera más de lo que merece.

Existe una ingratitud circunstancial, relativa, incluso naif podríamos denominarla. Entronca con la inmadurez personal y se mantiene en el tiempo por ceguera emocional crónica. Ese individuo no ha logrado una perspectiva de la naturaleza humana los suficientemente amplia y generosa como para ver que todo lo que ha logrado (todo lo que tenemos cualquiera de nosotros) se lo facilitó alguien, en algún momento de su existencia. Por mucho que se apunte a Trump, Bezos o Jobs como paradigma del selfmade man, nunca hubieran tenido nada si una madre no les hubiera parido, si no hubiera existido ese colegio al que asistieron (público o privado), si no hubiera estado arropados por ese ordenamiento jurídicosocial que les permitió ascender socialmente, etc. En definitiva, le deben bastante a sus predecesores, esos que se esforzaron por consolidar la libertad (que les permitió disponer de su tiempo, cosa que no pueden decir sus antepasados esclavos) o que les facilitaron libertad de movimientos y acción (derechos inaccesibles en dictaduras estrictas). En definitiva, de poder tomar las decisiones que desearan.



Este espécimen puede adolecer de una empatía raquítica; quizá de un sentido extremadamente utilitarista de prójimo (los demás deben servirme para algo); puede que una ausencia absoluta de moral o ética,... Quizá la hipótesis más plausibles (sociopatías y enfermedades mentales aparte) sea que recibieron demasiado. Se les dio en exceso y sin obligación de corresponder, de donde deriva su convicción de que todo se les es debido.

Este tipo de ingratitud suele tener cura. La educación, de por sí, es el primer antídoto contra este tipo de actitud. Aunque los más afines a la causa, pueden ser inmunes, igual necesitan que la vida les noquee y revuelque en el barro para aprenderlo. Una lección de realidad desmedida pone los pies en el suelo a cualquiera. Eso sí, a cualquiera que tenga capacidad de aprender. Por que, lamentablemente, si después de semejante vapuleo no somos capaces de aprender que la incertidumbre (por insoportable que sea) es consustancial a nuestra existencia, que no siempre podemos controlar nuestras circunstancias y hay que asumir nuestras limitaciones humanas, que nos diferenciamos poco de cualquier ser humano con el que nos crucemos al salir a a la calle, o que, en el fondo, seguimos siendo aquel diminuto punto azul perdido en mitad del inmenso universo que proclamaba Carl Sagan... poco se puede hacer.

La cuestión es que en este caso nos encontramos frente al desagradecido crónico, el más preocupante, por su naturaleza sustancial. Esta ingratitud es inherente al individuo por que forma parte de los cimientos de su personalidad, y por tanto sustenta sus acciones. Ese ego, forjado a fuego lento, ha permitido que en su psique cristalicen creencias graníticas (véase el axioma L'oreal: "Por que tu lo vales") que le confirman con obcecación que todo lo que tienen se lo merecen.



Al respecto, solo queda identificar al energúmeno y alejarse de su órbita de acción. Nada bueno obtendremos de alguien así, y sí que pueden causarnos serios perjuicios. Lo más paradójico es que, en esa actitud desagradecida va implícita su condena; tras haberla redactado y firmado, se sentencia a sí mismo, aunque no sea capaz de verlo.


Recordemos que el ingrato es, básicamente, un traidor; alguien que ha renegado del bien recibido. El desagradecido está condenado a recocerse lentamente en la hoguera del resquemor. Puede que incluso no le importe quedarse solo, pero eso no impedirá que sufra los efectos del aislamiento progresivo. Si llegara a tener algún momento de lucidez, quizá se interrogue por esa manía que tiene la gente con la amistad; esa pérdida de tiempo que supone cultivar las relaciones sociales; cómo pueden ser tan incautos de creerse ese cuento de la generosidad y el altruismo. Escapa a su capacidad de comprensión que otras personas puedan ser felices sin tener nada de lo que él posee (o cree merecer). Y probablemente desaparecerá así, eludiendo ser consciente de ese vacío en el alma que nunca logra llenar y sin haber conocido el auténtico significado de la palabra humanidad.

viernes, 30 de abril de 2021

63#. No es el hábito de la lectura. Es el gusto por leer.

Una cuenta corriente nutrida, una propiedad en la playa, quizá suficientes hectáreas de huerta u olivar,... todas serían una herencia apetecible para cualquier hijo/a. Pero ¿y si la legado que donaran a sus descendientes fuera más sustancioso? ¿Y si les transfirieran algo más significativo y esencial? ¿Y si les regalaran más vida? Puede sonar chocante o excéntrico, pero tengan en cuenta que no les hablo de un elemento cuantitativo, sino cualitativo. Lo que les propongo es regalarle la habilidad de llenar su vida de otras vidas, la de ampliar su talento para comprender de la realidad, la de robustecer los pilares del edificio de su existencia.

Dice Javier Cercas que leer es enriquecer nuestra existencia, entendiendo que la literatura es una forma de vivir la vida más intensamente. No, no les estoy hablando de que aparezcan un día por casa con una docena de libros para sus retoños, ni mucho menos de que les obliguen a leer el Quijote para que sean alumnos "ilustrados". Por que no me estoy refiriendo a forzar o imponer sino a promover, a facilitar. No les estoy hablando de inculcarles el hábito de leer sino de sembrar y cultivar el gusto por la lectura.

Tenemos asociado el concepto de placer como sinónimo de felicidad, y no existe semejante igualdad. Los placeres de la vida suelen venir sin esfuerzo, nos acostumbramos a ellos con facilidad y generan emociones positivas. En contra tienen el hecho de ser efímeros, y sobre todo, saturables: tienen un límite, a partir del cual dejan de ser placenteros. Piensen un parque de atracciones, en su manjar favorito o en el viaje ansiado... Cualquiera que sea su placer favorito, llevado al exceso, termina por hartar y saturar.

No sucede lo mismo con las gratificaciones. Si basamos nuestra vida en aquello que nos gratifica, el nivel de recompensa asciende a una categoría superior. Si bien son menos fáciles de convertir en hábitos y requerirán su esfuerzo, el premio es una mayor satisfacción con la vida. Las gratificaciones tienen su origen en nuestro interior (no dependen de los demás) y suponen poner en acción nuestras habilidades personales. Lo que conseguimos, en definitiva, es fortalecernos como personas y una vía más para alcanzar la plenitud por nuestros propios medios.

Si desean profundizar más en estos conceptos, pinchen aquí. Pero en cualquier caso, si promueven que la lectura sea una conducta gratificante, familiarizando a sus hijos con los libros y su entorno, hablando de ello, haciendo que sus hijos les vean leer, buscando ese libro que encaje con sus preferencias infantiles,... estarán sembrando las semillas del lector; no solo del que encuentra gusto en la lectura, sino del lector esencial.


Por verlo de otra forma. Sería como añadirle una habitación extra al edificio de su personalidad. Se me antoja un sótano, espacioso y agradable, que abarca toda la planta del inmueble. En él se abrirá un espacio para que su hijo desconecte de lo cotidiano y/o conecte con experiencias estimulantes, quizá inspiradoras, que darán más estabilidad y solidez a los pilares del edificio de su vida.

De otra manera, y ahora que están de moda: como si le otorgaran un superpoder, o un sexto sentido a sus hijos (como el de los tiburones o murciélagos). Al ampliar sus conocimientos se incrementará su capacidad para "ver" tras la superficie, para ir más allá, para entender mejor, y les aseguraría que para engrandecerle como persona.

Volviendo al lector esencial que les comentaba, en la novela Terra Alta (Javier Cercas), su protagonista lee por motivos vitales. Es un libro (Los miserables, de Victor Hugo) el que cambia radicalmente su existencia, el que le permite entender su vida con lucidez. Con una determinación personal que no conocía hasta ese momento, decide tomar la dirección que desea dar a su existencia. Con esta resolución, dota de sentido a su vida (no es poca cosa), la convierte en un periplo constructivo y forja una vocación.

Si esto no esto no es lo más valioso que pueden traspasarle a sus hijos/as, no sé que puede serlo.

Si es lo más valiosos para ellos, ¿por qué no regalárselo a ustedes mismos?

miércoles, 31 de marzo de 2021

62#. El adictivo negocio de robar nuestra atención

Unos meses después de estrenarse la serie de televisión Gambito de Dama, la federación internacional de ajedrez informa haber recibido más solicitudes de mujeres en dos semanas que en los últimos cinco años. No solo eso, el número de jugadores de ajedrez se ha multiplicado por cinco en Chess.com, las búsquedas de tableros de ajedrez en eBay han aumentado un 250% y las ventas del distribuidor internacional de juegos Goliath Games han subido un 170%.



El éxito de este juego, desde luego que no radica en ser la última novedad (el ajedrez data del 3.000 a.c.), ni en una campaña de sensibilización del Ministerio de Educación (que tampoco hubiera sido mala iniciativa), ni siquiera por que hallamos tomado consciencia de las destrezas cognitivas y actitudinales que fortalece. Lamentablemente, este boom es fruto de la causalidad. La publicidad recibida circunstancialmente por el éxito de la serie ha hecho que fijemos nuestra atención en el ajedrez.

Sirva este dato para ejemplificar la trascendencia que tiene una de nuestras facultades más necesarias, que paradójicamente, tenemos más descuidada: la atención. En esencia, este proceso cognitivo (que nos permite focalizar y concentrarnos en un aspecto concreto de nuestro entorno) es la ventana por la que entra la información a nuestra conciencia. Sería algo así como la linterna que encendemos cuando bajamos al oscuro sótano de casa. Tenemos conciencia de aquello que ilumina el haz de luz, de manera que tener el control de la linterna es un factor crítico. Si enfocamos y descubrimos una muñeca antigua con pinta diabólica, nos sentiremos angustiados; si encontramos el cofre de nuestro bisabuelo con su colección de monedas antiguas, sorprendidos. Si lo que vemos es nuestro libro de lectura del jardín de infancia, nostálgicos.

Toda esta explicación viene a que nuestro estado de ánimo depende de lo que nos transmite aquello que captan nuestros sentidos, aquello que nos muestra nuestra atención. Y dense cuenta de dos cosas: la desmesurada importancia que le damos a cómo nos sentimos (de hecho, solemos definirlo con el término de felicidad) y por otro lado, la cantidad de atención que malgastamos en irrelevancias y distractores. De estos últimos, los que me parecen más preocupantes son aquellos milimétricamente estudiados para lograr colarse en nuestra conciencia, y a partir de ahí, intentar dar un golpe de mando para controlar nuestra motivación. 


Este es el cotizadísimo valor que buscan en nosotros: captar nuestra atención. Atraerla. Les diría que casi es más un intento de secuestro que otra cosa. ¿Quienes tratan de adueñarse de nuestra atención? Pues las empresas tecnológicas, redes sociales y televisión, aplicaciones... En verdad, todos esos anunciantes que interrumpen nuestro día a día aspiran a adueñarse de ella. Sean conscientes o no, existe toda una industria dedicada a absorber nuestra atención, y lo hace a escala industrial; desde la notificación o el reclamo de tu red social favorita a cualquier spot televisivo (sangrante me parece el caso de las empresas de juego on line, que nos acribillan impunemente con ofertas tentadoras con el único fin de engancharnos a un vicio).

A Tristan Harris se le ha definido como lo más parecido a la conciencia ética de Silicón Valley. Antiguo ingeniero de una de esas omnipresentes redes sociales que todos conocemos, denuncia que la tecnología nos está convirtiendo en adictos. Lo hace sin que nos demos cuenta, por puro negocio (sus ingresos económicos alcanzan cifras realmente estratosféricas) y encima argumentan que lo hacen por nuestro bien.

James Williams (ex empleado del buscador omnipresente en internet) renunció cuando se dio cuenta de que los objetivos de su empresa no estaban alineados con sus valores personales. Afirma sin pudor que nos hemos convertido en siervos de estos nuevos señores feudales (tecnológicos). Solo que nuestra servidumbre no deriva del trabajo, sino de nuestra atención.

Sutilmente, imponen la manera de relacionarnos, condicionan nuestra capacidad de conversar y, si lo proyectan al futuro, ponen en peligro la democracia… Gratuitos o no, los productos digitales empiezan a esclavizarnos: nuestras decisiones cada vez son menos libres, están marcadas por sus intereses que no son los nuestros. Y por si fuera poco, con nuestra atención cae preso nuestro valor más relevante: el tiempo.

 

Solo les digo que estén pendientes de aquello que reclama su atención, y antes de concedérsela, decidan si merece la pena: si es constructivo o valioso para sus vidas. Pero sobre todo, que no caigan en la trampa de cederles su atención por que les estarán regalando mucho más que eso.

Recuerden a Gordon Gekko, el inmisericorde broker de la película Wall Street. En ella propugnaba el dinero como valor supremo. Veinte años después, en la segunda parte del film, habla con su yerno (que aspira a ser como Gordon). Cuando le pregunta cual es el activo más valioso de la vida, el chico no duda en responder: "El dinero". "En la cárcel he aprendido que en la vida el valor esencial no es el dinero, sino el tiempo", le contradice Gekko. "Y por cierto, el tuyo se te está acabando".