Conducimos
a 120 km/h por la autopista, y súbitamente, se nos planta enfrente
un zorro o un perro ¿De que depende que nuestra reacción sea
echarnos las manos a la cabeza y gritar, o bien, tratemos de manejar
el volante para no estrellarnos?
Autocontrol
emocional, es la respuesta.
El
autocontrol, autorregulación, autodominio, o como queramos llamarlo,
es la habilidad para dominar nuestras emociones, pensamientos y
conducta.
Cierto
que, lanzados por la carretera y frente a un obstáculo imprevisto,
no parece ser el mejor momento para lograrlo. Entre otras cosas, por
que el autocontrol emocional consiste en un proceso. No es
automático, sino que requiere de preparación. Hay que educarlo. Un
velocista de atletismo logra batir su marca personal cuando se ha
ejercitado, se ha ido fortaleciendo y ha progresado en su destreza
para la carrera. Pero, por mucho que lo desee, difícilmente logrará
ese hito si se presenta en la final de los 100 metros lisos sin
entrenamiento previo.
Cuando
un crío (y, por desgracia, más de un adulto que conozco) tiene un
deseo, impulso o necesidad, tiende a satisfacerlo actuando de la
manera más directa e instintiva. Arrastrado por la emoción
subyacente, casi que corresponderá al esquema clásico del
Estímulo-Respuesta, por el que se rigen la mayor parte de los
animales. De manera que, apenas interviene ningún proceso de
pensamiento entre lo que siente y lo que hace.
El
autocontrol emocional es nuestro negociador. Entre ese impulso y
la acción para satisfacerlo debe mediar un espacio. Ese espacio no
es nada más, ni nada menos, que la cancha que le damos a nuestra
voluntad y capacidad de juicio para decidir qué es lo más
conveniente. El pensamiento, (más concretamente, la reflexión) es
el mediador que nos recomendará que acción es la más adecuada para
atender a nuestro deseo, pero ajustándonos a las circunstancias.
David
Goleman destacó que el factor central de la inteligencia emocional
es el autocontrol, y existen estudios consistentes, como los de
Mischel o el experimento Dunedin, que lo apoyan. Si nos detenemos a
pensarlo, ya los antiguos pensadores sabían que el buen gobierno de
la vida depende de conocernos y dominarnos. Aunque ni siquiera es
necesario apelar a los clásicos, si no a nuestra propia experiencia
en la vida. Todos tendremos el recuerdo, en alguna época de nuestra
existencia, de haber actuado de manera impetuosa, de habernos dejado
llevar por las emociones.
Aquella
compra del piso o vehículo, de manera apresurada y visceral ¿fue
tan acertada? ¿Realmente fue tan imperdonable aquel comentario
irreflexivo de mi hermana sobre mi mujer, como para que dejara de
hablarle? Consultar el whatsapp en una reunión de trabajo delante
del jefe igual deja en evidencia mi profesionalidad. Por muy
enamorados que estemos, entrar en el velatorio con una sonrisa
de oreja a oreja desbordados por un ánimo expansivo no parece ser lo
más correcto. Una respuesta exaltada en una entrevista de trabajo
puede dar al traste con mis aspiraciones profesionales. De la misma
manera que un exabrupto, en el momento álgido de una discusión
marital, puede llevarnos derechos al despacho del abogado
matrimonialista.
El
proceso de crianza y socialización trata, entre otras cosas, de
entrenarnos en introducir el pensamiento entre ambos extremos. Cuanto
más capacidad de valoración y juicio desarrollemos entre
impulso-satisfacción, más autocontrol poseeremos.
Cierto
que las emociones pueden ser explosivas, inmediatas y/o
imprevisibles. Son el motor de
nuestro comportamiento, y están en la base de nuestros impulsos,
deseos, necesidades, pulsiones... Pero eso no significa que sean
incontrolables. No conlleva que las dejemos tomar las riendas de
nuestra vida. Ni siquiera, que sean indomables. La evidencia es que,
actuar irracionalmente satisface la descarga de esa energía
emocional. Pero no son pocas las ocasiones en que la conducta
impulsiva genera más problemas o inconvenientes de los que
soluciona..
Popularmente,
cuando se dice de alguien que es maduro, sensato o razonable se está
aludiendo a esta capacidad de identificar qué estamos sintiendo,
evaluar la situación en que nos hallamos, y buscar la mejor forma de
adecuar lo uno a la otra. No hablamos exactamente de anular lo que
sentimos (represión); más bien, la propuesta se dirige a modular
esas emociones. A permitirlas, moderarlas o diferirlas de forma más
adaptativa.
El
dominio y manejo de nuestras emociones es crítico en nuestra vida
(crucial, lo denominó Goleman). No exageramos si decimos que la
gestión que hagamos de nuestras emociones determinará cómo nos irá
en la vida. En tal medida que, la inteligencia emocional que
poseemos predice mejor nuestro porvenir que nuestro cociente
intelectual.